lunes, 1 de noviembre de 2010

El artista

No sé porqué escribo. Tal vez sea la mejor forma que he encontrado de hacer catarsis, de calatearme emocionalmente como no me atrevo a hacer físicamente (menos por razones de mínima circunspección que por vergüenza).

No sé tampoco porqué tengo un blog si no hay nadie que lo lea – hasta donde sé – y, sinceramente, a veces deseo que sea así.

Una vez un amigo mío poco amigable me escribió en un e-mail que envió como respuesta a otro que le escribí unos días antes invitándolo a leer lo que pensé podría ser el primer capítulo de mi primer libro, Parisina, diciéndome que los blogs son el premio consuelo de los columnistas frustrados a los que ningún periódico daría una columna ni por joder, como costa en una de las publicaciones que escribe y publica en su website, y que su tribuna virtual era todo menos un blog.

Yo le había escrito, ingenuo, contándole que había leído algunas de sus columnas en su “blog” y me habían parecido ocurrentes, divertidas y algunas de un retintín agudo y perspicaz. Por lo visto, erré estrepitosamente en mi afán de parecer amable y cordial, un muchacho que merece una crítica como la suya de su primer manuscrito, más bien tecleado. Tanta fue su indignación por mi frase infeliz, de la cual no me arrepiento porque sigue pareciéndome a mí, y a todos, creo, que su website es un blog grande, sobre decorado, que solo respondió con respecto al escrito: “Me gustó, no es un bodrio, pensé que lo sería pero me equivoqué. Sigue así. Suerte. PD: Envíame una foto”.

De todos modos, creo que tiene razón. Al fin y al cabo ¿quién lee esto?

Me toma seis minutos de mi vida escribir una publicación corta, como esta, y subirla al blog o al facebook ¿para qué?

Ahora que he querido interrumpir la tarea en la que he estado abstraído infatigablemente todas las madrugadas de los últimos meses, que es continuar escribiendo Parisina y bosquejar lo que podría ser mi segundo libro, novela, como quieran llamarlo, lo he hecho únicamente para, una vez más, hacer otro burdo striptease interior en esta casa de lenocinio en la que se ha convertido mi página personal. Personal, quizá, porque yo soy la única persona que lo visita (y ni siquiera constantemente) y lee.

A veces, casi siempre, el sentimiento amargo de la soledad es el mejor argumento literario. A veces, esa misma soledad te puede convertir en un ser envilecido, acanallado y, por qué no, prostibulario o kamikaze.

Al fin y al cabo, el artista siempre es responsable (solo) de su obra, lo dijo Faulkner, y aunque yo no sé bien si soy un artista, me gusta pensar que tal vez lo sea, y por eso no me importa convertirme en un hombre despiadado, literalmente despiadado, para que de esa forma, en el peor (o mejor) de los casos, pueda ser considerado un artista, un artista de la discordia, un perito de la imprudencia.

Una vedette emocional que saltó a la fama por sus meneos atrevidos y su calateo sensual, por la transparencia de sus ropas, de su poca ropa, que siempre permite ver más allá de lo evidente. Ese soy yo, el que desnuda su interior y expulsa sus demonios con una visa de residencia en el papel o en la pantalla.

En el mejor de los casos, una meretriz intelectual.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Ocho hechos

UNO

Tengo una veintena de años – bien vividos, por cierto – encima. Nunca antes me habían pesado tanto esos años como ahora que advierto la imperativa necesidad de no parar, de seguir trajinando mi cuerpo y mi salud en pro de una (o muchas) fugaz y a menudo infravalorada algazara nocturna, y no puedo. Los años alborotados que he pasado se han mantenido hasta ahora, como los eventos que los marcaron, en el más minucioso anonimato, al menos los últimos y más importantes. Esos años postreros han sido los que me han enfermado; los que, más que destruirme, me mostraron la fragilidad natural de mi cuerpo y, tal vez, por qué no, de mi espíritu también.

DOS

Hace más o menos un año y medio que tomo pastillas. No me gusta llamarles “medicamentos” porque no curan ni previenen absolutamente nada, solo me atontan, me vuelven un bobo feliz. Mas sí me enferman, quebrantan mi salud, son como venderle al diablo algunos años que sé me van a sobrar por una jugosa recompensa. Eso no me da miedo. De todas formas, si tenemos en cuenta que hay vida hace millones de años, nuestra existencia, por más duradera que sea, no será más que una insignificancia. Lo que en realidad me aterra es que esas pastillas, a veces benditas, a la larga terminen con todos mis males, mi depresión y mis demonios internos, y viva tan feliz que ya no pueda escribir jamás.

TRES

Me permito robar esta frase de mi amigo más cercano y fiel, que expone y describe tal cual mi vida: “Donde quiera que esté me siento un extranjero”. Es así como me siento ahora, como un forastero, como un invasor.

CUATRO

Me agrada ser un forastero, permanecer extraño y distante de las cosas más rutinarias y los lugares más frecuentados. El encanto del anonimato solo lo disfrutas cuando a partir de él vives más de una vida, vives varias vidas diferentes. El desencanto del anonimato lo descubres cuando comienzas a quedarte solo y te das cuenta que toda la impostura que has montado rara vez prevalece como un recuerdo grato y que, en vez de eso, la mayoría de las veces los recuerdos te dejan el sinsabor del desamparo, tan solo vencido o endulzado con la reinvención constante.

CINCO

Ya perdí las esperanzas, creo que jamás terminaré el libro que estoy escribiendo. No encuentro entre tanto desbarajuste el remedio para hilar y darle un final a tremenda ficción afiebrada y altamente lujuriosa que he estado pergeñando casi todas las noches desde hace algunos meses. He recurrido, convencido y refugiado en la mediocridad, a los vicios literarios más indigentes y reprochables: el meretricio, tal vez comedido, de mi persona y el hurto de fragmentos de la vida de otras personas. Le he pedido consejo a un puñado de amigos, a los que les he confiado la intimidad del escrito, no exento de ganapanes y zalameros que piensan que mi vida prostibularia y giróvaga es, cuando menos, lo más atractivo del texto. Uno de esos amigos, que fue profesor mío en la universidad, me dijo: No trates de venderte en el libro, mejor haz que el libro se venda a él mismo. Me jodió.

SEIS

Estoy de viaje, a doce horas de mi hermano y mi chica, mis más fieles aliados y compañeros. Me siento un forastero en la casa de mis padres y, en general, en esta pequeña ciudad en la que estoy, preñada vilmente de consumismo y víctima de los ultrajes de las grandes compañías de venta que juegan con las ansias cosmopolitas de las personas que viven aquí. Estoy enfermo y me van a someter a una cirugía menor, no eximia de riesgo; en los pocos días que he estado lejos he extrañado inhumanamente a mi chica. Me he emborrachado con el más leal amigo que tengo en Chiclayo hace unos días, bebí como cosaco desquiciado y vomité mis zapatos. No he podido escribir nada las últimas noches. El clima no me gusta. Quiero volver pronto porque acá no puedo tomar pastillas e intentar dormir es una tortura.

SIETE

En medio de la oscuridad de mi habitación tan solo emblanquecida pobremente por la luz del computador y entre el frío y silencio de la madrugada que llevo adentro existe una luz más fuerte que la del computador que alumbra y deshace toditita la noche. Es una luz zigzagueante, terca, de color rojito pálido, como el de un lupanar. Es una luz que aunque a veces parezca a punto de extinguirse, jamás languidece hasta desaparecer, siempre revive parpadeante y resplandeciente. Es una luz que aunque esté lejos siempre está presente y evita que, en noches como esta, la soledad, la depresión y la falta de pastillas acaben conmigo, que los demonios incontrolables de mi interior me devoren desde adentro.

OCHO

Tú eres esa luz, mi querida Grace. En eso te has convertido, en mi luz de auxilio. Tú eres esa lucecita bandida que no se apaga nunca y que más bien revive como una llamarada loca con el viento. Tú me acabas de salvar de morir, cariño.

El dios deicida

Es un sentimiento que se repite obstinadamente, una constante que el destino ha querido reproducir una y otra vez en su vida, acaso para recordarle que no está solo, pero viviría mejor si lo estuviera. El joven sale a la calle para encontrarse con las muchas sombras danzantes, siluetas conocidas, pero ajenas, lejanas en una ciudad distante, llena de escépticos y derrotistas. En esta Lima, la fea, la gris, la loca. En esta Lima jipata y enferma donde nadie parece estar nunca realmente feliz, sino más bien angustiado y harto de la condena que significa vivir ahí.

El joven camina lento, sin prisa, sabe que no tiene a donde ir y, si de él dependiera, no regresaría nunca, pero tiene que volver porque no está solo. La anciana que vive con él ocasionalmente y que lo atiende con cariño de vez en vez es su abuela, él sabe que morirá pronto y que lo necesita, que necesita a alguien, a cualquiera, pero no conoce a nadie más que a él, sabe que le debe mucho y que la quiere y porque la quiere desea que cuando muera no se sepa sola, como él.

Lleva una bufanda negra, un polo, y sobre él una chompa gris a rayas, y sobre ella un blazer negro. Sus zapatos están gastados, pero a él no le importa, pudiera usar otros si no le resultaran tan incómodos. Rara vez se viste diferente, más ligero, le gusta llevar mucha ropa encima para siempre sentir calor, el frío le recuerda la muerte y, por alguna extraña razón, él se siente muy cerca de ella, no lo deja en paz la corazonada de que cada día pudiera ser su último día, como si los minutos que pasan le anunciaran una cercana y violenta muerte. Como si de repente: ¡PAM! todo se fuese a acabar.

Siempre va meditabundo, melancólico, como si algo le apenara y, efectivamente, es así. Algo le está envenenando el alma, lo está corroyendo desde adentro, desde sus vísceras y le da náuseas, lo marea y lo hace sudar, pero no sabe qué es. En esos momentos le gusta recordar cuando era niño y jugaba en la hacienda de su abuelo en el norte, que recuerda verde, azul estanque, con olor a césped mojado, las paredes cubiertas de tepe, las gotas que eyaculan las piletas, cristalinas, saltando y repiqueteando, de color amarillo, relejando el sol, los columpios coloridos, el silencio y los discos del abuelo marcando a lo lejos el compás del viento, el árbol de tabaco y sus hojas secas encendidas en un cigarrillo hecho con las hojas finas de la santísima Biblia, que poco o nada importaban, era como un lugar virgen, inmaculado del tiempo y de la historia. Esos fueron sus días felices, así los recuerda sonriendo en la garúa de la mañana camino a la universidad. Así se olvida por un momento del frío y de las náuseas y, por un instante, todo toma color, deja de ser gris para convertirse en una película en multicolor de su vida.

Pero no siempre le basta con los bonitos recuerdos de su infancia, la mayoría de las veces necesita de las píldoras. El joven es adicto a ellas y las consume para dormir, para no dormir, para estar tranquilo, para no llorar y, de vez en cuando, para llorar un poco; las píldoras son muy fuertes, pero su amigo el doctor no tiene reparo en recetárselas y él en consumirlas encantado. Está enfermo por las pastillas, le han dañado el hígado y le dan pesadillas, pero si deja de tomarlas está seguro que enfermará más, que morirá sufriendo, que no podrá dormir nunca, ni despertarse nunca, por eso las toma, para alivianar y resguardarse de la ignominia que significa vivir. En el cuarto que ocupa, entre el desorden de libros (muchos libros), papeles importantes, algunas monedas, colillas de cigarro, están regadas en un platillo de plata todas las pastillas, él ha aprendido a reconocerlas por el tamaño, sabe cuál es cuál y qué efectos estragozos desembocan en su cuerpo, al lado hay dos cartones de jugo de manzana y un vaso limpio que la abuela deja ahí todas las mañanas. La abuela sabe que va a morir, sabe que es probable que su nieto también, pero ha aprendido a lidiar con eso, la muerte se ha convertido en una realidad frecuente de la casa, donde a veces aterrizan en vuelos suicidas los pajaritos que buscan cobijo de la lluvia o las mariposas que se consumen en el fuego de las velas que el joven prende en el patio cuando quiere fumar.

En ese cuarto él pasa la noche escribiendo. Quiere ser escritor, siempre ha querido ser un escritor, como su abuelo, siempre le ha gustado lidiar con sus demonios, rebelarse, disentir de esta realidad que le parece una mierda. Porque eso hace cuando escribe, se rebela, critica, destruye y vuelve a crear, juega a ser dios, porque quiere ser dios, y más que eso, quiere ser un dios capaz de asesinarse, capaz de acabarse, él es el deicida por antonomasia.

Junto a su computadora escribe entre dos luces. Escribe y vive como él quiere vivir, como cuando era un niño, vive con quien quiere vivir, solo.

El joven ha aprendido, como un equilibrista, a estar listo para afrontar las zarandeadas de la vida cuando estas llegan, ha aprendido a resignarse al caos del mundo, a saber que no va a poder cambiarlo, e inclusive, a sacar provecho de él. El joven escritor es un artista, un maestro del histrionismo, un mentiroso profesional, nunca se muestra triste ni acongojado con nadie, sonríe para otros como jamás sonríe para si mismo, se prostituye para ellos, por eso siempre se siente vacío y violentado.

Cada vez que el joven escritor, que es más bien un escribidor, escribe, se siente libre y olvida por un instante la muerte. Cada vez que el joven escribidor ríe, conversa, es atento, amable comedido y risueño con alguien siente que está a punto de morir, que cada vez que hace un comentario travieso y mientras más ríe la otra persona, algo dentro de él se agita y lo va matando, buscando salir, cuanto más se esfuerce el escribidor por ignorarlo, la culpa y la certeza que está ahí lo consumen y terminan por volverlo loco. Es un tumor virulento que un día le creció en las tripas, en entrañas, y aún no desaparece. Un tumor que le oscurece los días y le acaba la existencia.

El joven es un escribidor porque a falta de talento ha decidido encogerse de hombros y ampararse en el siempre dudoso mérito de la terquedad. Es un escribidor porque es un escritor frustrado, que nunca se ha consagrado como tal, un remedo de escritor, frívolo, banal, trivial y aburrido. Lujurioso y lascivo, peligroso y ponzoñoso, siempre levantado contra la arbitrariedad y la religión. Un insurrecto irredento que podría ser más un terrorista o un guerrillero, antes que un verdadero literato.

Si se tiene en cuenta que existe vida hace millones de años, todo el tiempo que vivas, sea mucho o poco para una persona, será una insignificancia. El joven escribidor seguirá andando triste hasta la universidad, leyendo y escribiendo en vano, haciendo las veces de payaso y jugando a ser el parlanchín, el lenguaraz despreocupado, ocioso, haragán y altivo que todos creen que es, mientras ese tumor que tiene, quizá producto de su fracaso como escritor, siga creciendo hasta que por fin, esos minutos vaticinantes que pasan fríos, cumplan con su tarea y lo despidan de este mundo de una vez por todas.

Mientras tanto, ese sentimiento obstinado, seguirá reproduciéndose una y otra vez en su vida para demostrarle que, en realidad, sí está solo.

viernes, 7 de mayo de 2010

Hipocresía

Cuando el cura Manuel dice en los sermones que da los domingos en la casa de una de mis octogenarias vecinas de La Molina que está indignado porque ha visto a niños y niñas, en el colegio italiano donde le permiten dar misa, mostrándose unos a otros sus mondos y lirondos genitales con viva curiosidad y pecaminosa determinación, seguramente por ejemplo de las casquivanas de sus madres y hermanas; lo que realmente ha querido decir es que lo corroe la más insana envidia y lujuria, y que se arrepiente del día en que quiso ser cura. Quizá también piense que si no fuera cura no estaría todo el día rodeado de viejas achacosas, aburridas y al borde de la muerte, que lo aburren con las frases de la Biblia, como si él no tuviera suficiente leyéndolas todo el día en la misa.

El señor Ollanta Humala manda saludos a todos los trabajadores por su día desde un hotel cinco estrellas en Rusia, donde asiste a una conferencia importantísima en la que, intuyo, él es el único invitado, expositor, camarógrafo y, posiblemente, mesero de medio tiempo. Este es el mismo señor que no ha declarado un trabajo hace años, que no tiene oficio conocido y al que a nadie se le ocurriría resaltar entre sus cualidades la de ser trabajador. Que vive mantenido por generosas donaciones anónimas y que se da una vida acomodada, exenta de extenuantes problemas económicos como los que enfrentan muchos de los trabajadores a los que saluda y llama sus amigos. Con este acto de cinismo nos quiere dar a entender dos cositas. Primero: que le importa un carajo el trabajo y todo lo que tenga que ver con desplegar algún tipo de esfuerzo y tal vez, que también le importan un carajo los trabajadores, pero cree que si los llama amigos votarán por él. Segundo, y esto se desprende de lo primero: que cree que todos los trabajadores son imbéciles (porque hay que ser un imbécil de cuidado para votar por el señor Humala).

Cuando el actual presidente del Perú, el señor Alan García gritó: “aléjense de mí, ratas” lo que realmente quiso decir fue “disciplina, compañeros, no hay que ser tan evidentes”. Después de semejante muestra de transparencia y candidez, nuestro presidente crea el día del ron para olvidar este roche por corrupción. Siguiendo su lógica, y si alcanzan los días del año, cosa que dudo, para sacar de la mira a sus ratas queridas proclamará el día de la empanada, del cajón, del picarón, etcétera.

Alan García dice que en el Perú no hay perseguidos políticos. Eso es cierto, en el Perú ni siquiera hay perseguidos corruptos, menos habrá pues perseguidos políticos.

Cuando la señorita Lourdes Flores llama a Kouri “señorito aristócrata” lo que en realidad quiso remarcar con eso de “señorito” es que no cree que Kouri sea un señor completo, un hombre completo, sino que es un señor reducido en su hombría, empequeñecido, quizá un poco torcido en sus gustos amatorios. Se equivoca, sin embargo, cuando lo llama a aristócrata (debería usar mejor sus palabras) porque Kouri no pertenece a la nobleza, ni del Perú ni de ningún otro sitio.

Cuando Kouri llama a Lourdes Flores “pituca elitista” nos da a entender a todos que no tiene la más insignificante idea de lo que es una pituca. Lourdes jamás fue ni será una pituca, o en todo caso, es una pésima pituca, un remedo de pituca.

El mismo señor Kouri invita, no a uno, sino a cinco debates a la señorita Lourdes. Para un buen entendedor está clarísimo que la verdadera intención del señor Kouri es cobrar peajes en cada uno de los debates.

Cuando mi madre me dice que tengo que dejar de portarme como un cabrón y visitarla más seguido, lo que realmente trata de decirme es que me quiere mucho y está más que complacida de que no viva con ella y que una visita al mes es más que suficiente.

Cuando mi papá me llama a preguntarme si necesito dinero, no es que esté preocupado por mi bienestar, es que quiere probarme que estaría mejor viviendo con él y mamá, aunque esto no sea del todo cierto.

Cuando un escritor dice que no quiere que nadie lo lea trata de parecer divertido e interesante, lo que en verdad busca es que alguien, por curiosidad, lo lea.

La universidad tiene una suerte de equipo de administrativos, secretarias y secretarios, a los que ha bautizado con el nombre de “Servicios Académicos”. Cuando uno recurre en busca de ayuda se da cuenta que ese equipo es incapaz de realizar algún servicio para los académicos y que más bien, te tratan tan mal que si no hubiera una ventanilla que los contuviera meterían tu cabeza en el inodoro de los servicios higiénicos.

Cuando sale por televisión Gisela anunciando a un ex futbolista con el que contrajo matrimonio en medio de un pomposo show que fue televisado para luego divorciarse por una supuesta infidelidad, lo que está pasando frente a sus pantallas no es otra cosa que el grito desesperado de ráting por parte de los productores del programa haciendo escarnio de la notoria incomodidad que le produce a la “señito” este acontecimiento. Todo lo que dice después la rubia es un enredo de palabras que nadie logra entender, pero que nos dan a todos unas terribles ganas de reír como posesos.

Cuando alguien dice por televisión o escribe en un diario la palabra cholo, o si, siendo un poco más directo, hace referencia al color de piel o características físicas, la gran mayoría de Lima, la pinky, exclama: OH MY.
Pero en realidad están ciento por ciento de acuerdo con eso y lo repiten miles de veces en los almuerzos en el country y en sus juegos de golf en el club.

Si luego de consumado el acto sexual tu pareja no dice nada y se queda echada junto a ti abrazándote, no es que esté agotada, es que en realidad no le gustó nada y no se atreve a decírtelo, no se atreve a decir nada por miedo a ser hiriente, pero tal vez en ese momento te esté odiando de una manera excesiva y deseando que no vayas a aburrirla con alguna tediosa cháchara post sexo. Si luego de eso vuelve a llamarte es porque en realidad te quiere.

Cuando tu mejor amigo te dice que por respeto a “esa persona” que fue su chica no te contará ningún detalle de su relación quiere decir que fue un asco o que nunca tuvieron relaciones o que él es pésimo en la cama y que por eso la relación se terminó.

Cuando tu chico te hace un regalo inesperado, sorpresivo, después de no haberte llamado en dos semanas, no es que te haya extrañado mucho, es que tiene la conciencia manchada y está arrepentido. Lo que en realidad está haciendo es pedirte perdón.

Cuando yo digo que ha sido un placer hablar contigo, que me ha encantado conocerte, pero que me tengo que ir porque ando con el tiempo justo es que realmente me has caído muy mal y no quiero volver a verte.

Cuando yo escribo cosas sorprendentes acerca de mí a manera de ficción, estoy siendo, de una manera indisimulable y conmovedora, autobiográfico.

Cuando me preguntan cómo estoy y respondo que bien, a secas, lo que en realidad he tratado de conseguir es que me respondan que es mentira para yo poder desahogarme con alguien, ya que, ciertamente, he mentido.

Cuando digo que estoy por acabar un libro en el que he trabajado por bastante tiempo, lo que en realidad quería decir es que no tengo ni la más puta idea de cómo finalizarlo y no termino si quiera de entender bien lo que estoy escribiendo.

Cuando digo que me tomo mi tiempo escribiendo para hacerlo bien, en realidad estoy siendo un farsante. Lo hago rápido, sin revisar nada, tan solo para pasar el rato de una manera placentera que me llena de alegría. Nada que me indique que debo realizar un esfuerzo mayor al que estoy dispuesto a entregar podría divertirme y cuando escribo lo único que quiero entregar es un trozo pequeño de mí mismo. Algo totalmente imperfecto.

jueves, 15 de abril de 2010

El goce en los tiempos de odio

Hace tiempo que no escribo. Yo escribo lo que me sale de los cojones y hace tiempo que no me sale nada, por eso no escribo. Hoy día, sin embargo, luego de forzar un poco la situación, de coger el toro por las astas, de provocar una abrupta (e infrecuente, dadas las circunstancias) precipitación, he decidido escribir algo para celebrar este feliz acontecimiento que interrumpe mi mala racha, mi sequía literaria.

Realmente nunca tengo razones imperativas, ineludibles, para escribir; así que, si encuentro alguna, cualquiera que fuese, escribo.

Desde que estoy en Chiclayo no he escrito nada porque no he hecho nada más que mirar el Animal Planet y comer galletas de soda desde que me levanto hasta la tarde (que ya es entrada la noche) que salgo a caminar y a fumarme un cigarrillo. Intenté con algunos poemas afiebrados, concebidos en sueños de cama, en fantasías mojadas, pero no terminé ninguno porque cuando los leía sentía que estaba componiendo una canción de reggaetón.

Así pues, derrotado por mi torpeza creativa y amedrentado por no poder ejercer mi virilidad literaria, por no poder entrelazarme en un encontrón sexual con las palabras y víctima de la impotencia que me aqueja hace varias semanas y me mantiene alejado de mi vicio más placentero, el de escribir, decidí forzar un poco las cosas, forzar a mis cojones, obligarlos a actuar para que me liberen y por fin perpetrar el acto. Porque escribir es para mí el “acto”. Un acto placentero en el que puedo desinhibirme y desfogarme siempre que lo necesite, un acto que no discrimina malas maneras, que no conoce malas prácticas, todo está permitido, todo será bien recibido.

Es por eso por lo que escribo, porque puedo ser yo mismo, porque no importa cómo lo haga siempre me sentiré bien haciéndolo, cosa que no siempre pasa en la cama, claro. Porque, como no hay otra persona, es más que un acto compartido, una masturbación gratificante, egoísta; a veces intelectual, a veces (como ahora y como casi siempre) de puras ganas. Porque nadie necesita una razón trascendente para masturbarse, más que las ganas.

En todo caso, escribo porque estoy solo, y así como cuando me masturbo, estoy escondido y a oscuras la mayoría de las veces. Escribo porque no tengo perro que me ladre.

Escribo porque me gusta escribir, porque me gustan las letras en la pantalla del computador y el color blanco manchándose con pequeños caracteres negros, que parecen danzar conforme mis dedos resbalan lujuriosamente por el teclado.

Escribo sin esperar que me lean, aunque a veces me imagino a algunas personas leyéndome, como me imagino a algunas personas viéndome cuando me toco solo bajo las sábanas de mi cama, iluminado por las luces anaranjadas de la calle que se filtran entre las persianas mal cerradas.

Escribo porque soy un cabrón y para no dejar de serlo lo publico, escribo porque tengo mucha bronca y mucha pena, aunque no tengo hambre, escribo porque siempre quiero comer. Escribo porque para escribir no necesito amigos y los míos se van perdiendo cada vez más rápido y por menos razones.

Escribo porque tengo la esperanza que, como ya he decepcionado a todos, encuentre nuevas personas a las que les agrade y se sientan orgullosas de mí. Escribo porque no quiero conocer a esas personas, porque no quiero hablarles.

Escribo porque es más sano que la coca y se puede hacer sin necesidad de dejar la marihuana. Escribo porque así no fumo. Escribo porque puedo escribir fumado.

Escribo porque no tengo cura ni psicólogo que me digan que estoy enfermo. Escribo porque así olvido que estoy enfermo.

Me gusta escribir en los hospitales, aunque me deprime siempre encuentro algo más penoso y doloroso que lo que yo padezco y, disculpen la franqueza, me siento reconfortado y revitalizado. Escribo en hospitales para recordar que soy una mierda, una mala persona, escribo para no olvidarme jamás que soy un ser humano. Un ser humano imperfecto y que no me avergüenza eso.

Escribo porque así me conozco cada vez más, porque no escribo yo, porque escriben mis demonios, mis santos. No escribo yo, escriben mis tripas, mis vísceras, mis venas, mi corazón o mi mente.

Escribo con la esperanza de algún día contar mi vida tal cual no fue, pero tal cual la recuerdo o creo recordar que fue. Escribo para recordar que todo lo que he vivido es una mentira. Escribo para recordar que no me arrepiento de lo que he vivido, para recordar que nada es mentira.

Escribo con la esperanza que otra vez se publique en algún periódico, diario, boletín. Escribo con la esperanza que se publiquen mis demonios, mis broncas, en los lugares más recónditos del país, del habla hispana, donde alguien, de preferencia una mujer bella o un niño pequeño, me lean y les guste lo que leen (esto es un poco difícil como comprenderán, pero soñar no cuesta nada), que se diviertan como yo me divierto escribiéndolo, que me lean siempre como yo leo a mi amigo mentor cuando él me lo pide mediante un correo desde otro país, mientras sigue su vida de estrella; que me lean y cuando ya no publique, cuando me olvide o me despidan por ser tan franco, me extrañe sin conocerme, me busque, se enamore, trate de encontrarme y no me encuentre. Escribo para que algún día un ser hermoso me extrañe y yo jamás me entere.

Escribo porque odio a la gente que escribe mejor que yo y solo escribiendo refugiado en el dudoso mérito de la terquedad he de poder hacerles frente. Escribo porque quiero ser el mejor en lo que hago, sin prosopopeyas, sin palabras rebuscadas, solamente con verdadero talento. Escribo porque siempre me he creído inteligente.

Escribo porque tengo el don de decir la verdad como quiero. Escribo porque soy inmodesto, pero bastante humilde.

Escribo porque tengo vicios y me gusta compartirlos. Porque uno de mis vicios son las mujeres y mis escritos son mi bastión de fidelidad.

No escribo para gustar, no escribo para pelear, no escribo porque tenga algo que defender. Escribo porque no tengo causa, porque no tengo bandera, porque no creo en nada ni en nadie.

Escribo porque no amo al Perú, pero quiero que el Perú me ame. No escribo por amor, ni por reconocimiento, escribo por altivismo y soberbia, también por altruismo.

Escribo porque me amo y quiero destruirme, escribo para celebrarme. Escribo porque me odian y sé que me odian y desde acá les puedo gritar que no me importa, que la pueden seguir mamando. Escribo porque nunca grito y acá no acallo. Porque me siento Batman, Superman, La mujer maravilla, y siento que puedo, y que es mi deber, querellar a todos los crápulas, malhechores, insolentes y bandidos.

Escribo para demostrarles que puedo ser escritor a las personas que me quieren y quieren que sea escritor (que cada vez son menos) a las que no me quieren y no quieren que sea escritor y a las que me quieren, pero no me quieren, y quieren que sea escritor.

Escribo para demostrarles quién puede volar más alto.

En fin, escribo porque quiero ser escritor.

viernes, 26 de febrero de 2010

Odios odiosos

Odio a las personas que dicen: “pareces gay”. Como si un gay no fuese una persona normal. Como si tuviera tres ojos, cuatro narices, dos penes y una vagina a medias. Odio que se rían como hiena en celo cuando lo dicen.

Odio a los que gritan en todo momento. Odio a los cobradores. Odio a las personas que creen que hablar fuerte es tener la razón y casi nunca la tienen.

Odio el verano porque hace un calor insoportable, que hace sudar, que te hace oler mal así estés usando AXE seco en spray. Odio que la gente no lo entienda y alce los brazos en las coaster cuando están paradas a tu lado. Odio que la gente no lo entienda y no abra sus ventanas así exista un decreto que regule eso y dos señoras pudriéndose en el asiento reservado.

Odio la playa porque hay arena y la arena está sucia, porque hay mar y el mar está sucio, porque hay gente por todos lados y está sucia. Odio la playa porque parece la sección carnes de Vivanda o Wong.

Odio a las mujeres que por la mañana son talla diez y creen que por las noches, como por arte de magia, entran en un talla ocho y parecen humitas mal envueltas.

Odio a los “causas” de las esquinas que creen que por sus miradas libidinosas, sus procacidades calenturosas y su correa Dolce&Gamarra tu chica va a dejar de abrazarte y va a correr a sus brazos como poseída por Lucifer. Odio que los muñecos, papacitos de la rica Vicky o algún paraje lejano les silben a las niñas uniformadas y las inviten a sus mototaxis.

Odio las políticas represivas porque no sirven. Odio la gente que las defiende y vive de ellas a pesar que saben que no sirven para nada.

Odio cuando me sermonean y utilizan la edad para amedrentarme. Yo no soy más viejo por las puras, yo sé. Odio que me sermoneen asumiendo que soy idiota. Sólo estás un poco confundido, todos los jóvenes son así. Odio cuando me sermonean mostrándome una billetera. Tienes que sacarte la mierda si quieres tener esto, si quieres vivir bien.

Odio que las personas a las que les pagas por hacer un servicio entiendan que pueden hacerlo como les venga en gana y a la hora que les venga en gana. Odio que cuando los despido amenacen con matarme y me digan que soy un huevón. Odio que las personas a las que les pagas crean que porque los invitas a almorzar un día pueden llegar todos los días a las dos de la tarde y sentarse en la mesa a esperarte comiendo y decirte: “servido”.

Odio que los taxistas se detengan frente a ti cuando quieres cruzar la calle y te estorben asumiendo que los necesitas. Odio que me mienten a la madre cuando les pido que avancen. Odio que cuando realmente los necesitas no paren o no te lleven porque no está en su ruta, como si todos tuviéramos que ir por donde ellos quieren. Odio que me pregunten cuánto pago hasta mi destino y luego le sumen dos soles más como entendiendo que soy tarado y quiero pagar de más. Odio que los taxistas me digan que tengo que votar por Keiko.

Odio que la gente escupa en la calle. Me gustaría verlos resbalarse y caer de cara contra la saliva enflemada de otra persona. Odio esquivar los escupitajos de los cobradores cuando manejo detrás de una combi. Odio a los que hacen ruidos antes de escupir justo a tu costado y se emocionan al ver lo lejos que se alejó de su asquerosa boca. Me gusta creer que les encantaría estar encerrados con llamas flemáticas por un día a ver si les ganan.

Odio a la gente que habla cuando no tiene que hablar. Odio la gente que habla en el cine y cuenta que es la tercera vez que ha visto la película y que el final es un asco porque casi todos mueren. Odio la gente que habla con la boca llena porque te tiran arroces a la cara y se ofenden si no los miras de frente. Odio la gente que habla por teléfono en el baño porque asumen que a la otra persona le encantará oír sus soplidos anales. Odio la gente que habla en un examen pero que no se copia sino que va contando sus puntos en voz alta hasta que llega al veinte. Odio a los que hablan por Nextel porque el “bip bip” me vuelve realmente loco. Odio a los que hablan por Nextel porque asumen que todos quieren oír lo que está hablando y fanfarronean de sus aventuras pegajosas de sábado.

Odio a los mirones que cuando me ven escribiendo en una computadora se acercan sobre mi hombro a leer y se ríen en voz alta. Odio a los mirones que cuando resbalas no dejan de mirarte como si con sus miradas me fuera a sentir aliviado. Odio a los que se paran afuera del baño de mujeres de la universidad y miran disimuladamente por la luna que está al costado y refleja todo. Odio a los que miran con mala leche cuando estás leyendo un libro en la biblioteca porque ocupas una sala donde pueden rajar libremente y con aire acondicionado. Odio a los que son tan brutos que rajan de mí en la sala de al lado y creen que no voy a escuchar. Odio a los sujetos que estando parados en el servicio de transporte miran descaradamente los escotes y las blusas translúcidas de las secretarias de San Isidro. Odio a los que miran en el baño cuando uno usa el urinario y al salir llaman a sus amigos diciéndoles gays, mariquitas, cabros.

Odio a los profesores del Opus que dicen que enseñarle teología a una mujer es tan estúpido como enseñarle física cuántica a una mesa. Los odio por misóginos y los odio porque enseñarme teología a mí es como enseñarle a una mesa y no soy mujer.

Odio a los que piensan que por el simple hecho de tener una banda ya tocan bien y todos quieren oírlos. Odio que toquen en los techos mientras yo intento dormir a unas casas de ahí.

Odio la peruanada clásica de algunas personas que creen que ponerle a sus hijos nombres en inglés (que casi siempre son apellidos) los hace más distinguidos aunque parezcan Viracocha. Odio la peruanada clásica de mezclar el inglés en el español aunque no sea necesario. Odio la peruanada clásica de cholear a todo el mundo porque son más oscuros y luego sentirse profundamente agraviado cuando alguien de tez más clara los cholea. Odio la peruanada clásica de cholear. Odio la peruanada idiota de decir que están orgullosos de ser peruanos y esperar que cuando salgan del país los confundan con chilenos o argentinos. Odio la peruanada idiota de decir que amas al Perú, pero que las provincias son cholas.

Odio a priori a cualquier mortal que no se bañe, mucho más si es gordo y suda cada vez que respira. Odio que se molesten porque no me acerco.

Odio sin escrúpulos a las personas que suben a los micros para vender algo y te muestran cortes, tajos, deformidades, segundas cabezas o te dicen que eran asesinos pero ahora están en gracia de Jesucristo, pero si por alguna razón los ignoras pueden recordar tu cara y alcanzarte antes de que llegues a tu destino.

Odio que me digan causa, cumpa, chibolo, varón, papi, barrio, batería, amix, amixer o amiwi. Odio más si luego dicen: esto es un asalto, ya perdiste.

Odio la barra de la U. Odio la barra de Alianza. Odio el fútbol y odio que las barras también lo odien y maten en su nombre.

Odio que pinten las paredes con cosas como: Carlincho te ama tu hembrita. María de Jesús te amo por siempre cosita rica. Gracias por todo, Chapoñancito. Te ama la chili.

Odio que me llamen Marcos. Odio que me pregunten si soy familiar de Solano.

Odio el límite de faltas de la universidad. Odio que cuando pasan lista todos se acerquen al profesor para decirle que están presentes como si no vieran en la pantalla gigante sus nombres y su asistencia. Odio a los profesores que pasan lista en el break. Odio a los profesores que dicen a cuántas personas han jalado el ciclo pasado.

Odio a los gaznápiros que cuando hacen una broma se ríen y aplauden solos. Odio los que golpean cosas cuando se ríen.

Odio a las muchachos que no se dan cuenta que son más feos que una patada en el culo, pero que se ríen si te sale un grano. Odio a las muchachas que son muy bonitas pero dicen siempre que son feas y terminan revolcándose con muchachos de una fealdad solamente comparada con la del hambre.

Odio usar poca ropa o vestir de verano. Odio usar sandalias en la calle. Odio que la gente que las usa no use desodorante para pies.

Odio el reggaetón, el perreo, el sandungueo, a Chacalón Júnior, las baladas románticas que se cantan con voz llorosa, de pusilánime cabrón, las canciones de charro, la música vernácula (porque no le encuentro ni el más mínimo sentido). Mi marido la escobita con todas barría, con la chata verdulera, con la negra tamalera. Odio que se incumplan las reglas lingüísticas en las canciones.

Odio las noches calurosas porque tengo que dormir desnudo y la sábana me hace cosquillas.
Odio los condones porque matan el entusiasmo del momento y me da asco sacármelos. Odio que el anillo vibrador no dure más de veinte minutos. Odio que las octogenarias me miren mal cuando compro un kit sexual en la farmacia.

Odio a las mujeres fáciles y a los hombres mañosos, depravados. Odio a los depravados porque siempre hay que desconfiar si llevan una mano en el bolsillo. Odio a las mujeres fáciles porque después interpretan el papel de Talía frente a sus amigos. A quién le importa lo que yo haya, a quien le importa lo que yo diga. No soy puta, no lo soy. Las putas cobran pues.

Odio estar deprimido. Odio llorar. Odio que no siempre pueda llorar. Odio que siempre que quiero llorar sea en público o en alguna reunión. Odio las reuniones porque pierdo tiempo y dinero y casi no gano nada. Odio ser tan tacaño.

Odio a los intolerantes. Odio ser intolerante. Me odio. Te odio a ti.

viernes, 19 de febrero de 2010

La sequía creada por el dolor

Hace tiempo que no puedo escribir, intento terminar una novela (si es que se puede llamar así a tremenda fantasía afiebrada y biliosa) que comencé hace dos años, cuando aún no tenía claro si es que quería ser escritor.

Ahora estoy seguro de muchas cosas más que en ese entonces. Ahora estoy convencido que quiero ser escritor, estoy convencido que no soy bueno y que habría que leerme con cierto cariño fraternito para terminar el amasijo de palabras con final esquivo que tengo guardado en el USB, estoy convencido también que me aferro a un sueño valiente, heroico, admirable, pero innecesario.

No estoy convencido, sin embargo, de querer llevar una vida menesterosa y privada de las hartas complacencias costosas con las que sueño constantemente. No estoy convencido de que podría vivir como un escritor. Ni siquiera estoy convencido de que viviré para ver alguna novela mía publicada, tengo el presentimiento que todas estarán guardadas en los archivos de alguna computadora.

Hace tiempo que empleo mi tiempo en la perjura afición que es la de escribir acerca de mí mismo a falta de un tema más interesante, porque mi ego es enorme y me convence que lo más importante para mí es mi vida. Si a alguien no le gustase y le pareciera irrelevante (lo sano sería que a todos) pues que no lo lea.

Ahora que casi no hay yo no puede haber forzosamente nada que escribir. Y digo que no hay yo porque hace dos semanas la endeble alcatifa que sostenía el abrumador peso de mis aspiraciones utópicas se ha roto, se ha vencido para convertirse en mil pedacitos ridículos regados en la nada. Como las piezas lamentables e inservibles que se desprenden de un auto que ha impactado contra un camión de carga a ciento ochenta kilómetros por hora.

Algo extraño acompañó, para mi sorpresa, a este triste acontecimiento. Un sentimiento que me invadía por dentro, como una orquesta de cascos en mi derrotado cuerpo, una rabia desconocida y un resentimiento perturbador que desapareció velozmente la tristeza de una derrota. La tristeza de la derrota en la batalla por la aprobación de una de las seis personas que más amo (o que amo, a secas). Una tristeza profunda, embargadora y además sorpresiva. Todo ha sido sorpresivo.

Uno espera que las personas que más ama deban de ser las que te alienten incansablemente para perseguir tu felicidad, uno espera que las personas que más ama amen lo que mismo que tú. Pero casi nunca pasa eso.

Lo doloroso del asunto es que yo esperaba que esta persona en especial me aliente incasablemente. Espero que las seis personas me alienten incasablemente…

Me dijo que no creía que yo pudiera ser un escritor. Me dejó entender que no confiaba en mí, en mi capacidad para crear realidades, que era una tontería que quisiera ser un escritor. Que yo era un tonto del culo, un irresponsable, vago, un iluso sin aspiraciones, que era un desperdicio de dinero. Me dijo también que me quería.

Lo que realmente importa entre dos personas que se quieren, en una amistad (porque la amistad es el único lazo que está presente en todo tipo de relación) es dejarse ser libres. Apoyarse así se estén yendo a la mierda, si es que uno quiere irse a la mierda, llevarlo con cariño. Si luego se da cuenta que ya no quiere estar entre mierda ayudarlo a salir. Aconsejarlo, pero no obligarlo a portarse como tú lo harías. Prohibido prohibir.
Siendo así, ¿Por qué herirme negándome ser libre y que él me acompañe siendo libre? ¿Por qué prohibirnos ser libres juntos? ¿Por qué salir de mi bote así como así? Pues no lo sé. Pero sé que me quiere. No sé porqué lo sé, pero lo sé.

Desde que era niño los amigos que he tenido (que nunca han sido tantos ni muy buenos) se han ido alejando por diferentes razones.

Estoy acostumbrado a la falta de apoyo de parte de la gente que no me quiere, estoy acostumbrado a que me dejen de querer por tonto, por apóstata, por libertino, por mentiroso, por bravucón, por lo que sea. No estoy acostumbrado a que me quieran y no me apoyen, no estoy acostumbrado a que me quieran pero en el fondo no me quieran. Porque quien desestima una creación que refleja a su autor tal cual es, lo desestima a él. Lo ridiculiza como ridiculizó su obra. Ciertamente no lo quiere, pero lo quiere. Dice que lo quiere y se porta como si lo quisiera. Pero no lo quiere.

No entiendo cómo estoy ahora. Me duele la falta de confianza de mi amigo querido, del que ha sido mi amigo por diecinueve años, del que fue mi primer (o segundo) amigo, aún cuando yo no pudiera recordarlo. Me duele porque yo lo he apoyado y lo he querido más de lo que nadie lo podría haber querido. Me duele más porque yo con él estaría dispuesto a irme al mismísimo infierno si el lo quisiera así. De todas formas conozco bien el lugar, no pierdo nada.

Al mismo tiempo siento un arrojo de gallo en la arena, un arrojo de Carmelo, un valor hidalgo, de torero y de toro en rodeo. Siento que por todas las personas que yo no quiero ni he querido y que no quieren que sea escritor y por la persona que quiero y siempre he querido pero que tampoco quiere que sea escritor porque no me quiere, debería esforzarme para alcanzarlo, debería probarles que puedo hacerlo, debería comenzar a escribir bien, tranquilo y no atormentado por pensamientos negativos que embarran y llenan de mugre mis palabras.

Quiero ser escritor. Quiero superar este dolor acallado por mi tenacidad. Quiero escribir lo que me sale de los cojones sin rendirle cuentas a nadie. Quiero demostrarles quién puede volar más alto.

miércoles, 20 de enero de 2010

Tráfago de corazones

En Madrid conocí a Andreu Laguna, un amante de la pintura y la heroína, tenía una novia ecuatoriana a la que decía querer mucho y con la que peleaba bastante seguido sin importar donde se encontrasen ni quien estuviera presente. Llegué a acostumbrarme y aprendí a disfrutarlo luego de un tiempo, indudablemente era más entretenido que hablar por horas de pintura, colores, diseños romanos, románticos o lo que fuere.

Lo cierto es que la ruptura no duraba mucho tiempo, pues a la hora y luego de muchas pitadas frenéticas a las narguilas del bar Colombo, recibía una llamada conciliadora que le ordenaba ir de inmediato a casa de ella para celebrar que ahora se amaban más que antes de la pelea, más que ayer, más que nunca. Era como una canción de Rafael, escalofriantemente perturbador.

Siempre me invadió la curiosidad acerca de lo que significaba realmente pelear con una persona para descubrir (o entender) que la quieres incluso más de lo que la querías antes de la pelea, por eso un día le pregunté tímidamente y le pedí que me explicara. En ese entonces yo estaba solo, siempre andaba solo y no tenía ni un poco de ganas de hacer que eso cambiara.

Me sorprendió con lo que me dijo: “Mira, tienes que entender que las parejas que más pelean son las que más se quieren. Se quieren porque no temen mostrarse como son. Se celan, se importan”. Me sorprendió más no entenderle ni un carajo de lo que me dijo.

El amor es como una droga: adictivo y altamente alucinógeno, te hace ver cosas que no pasan realmente y presagiar sucesos que no tienen el más mínimo asidero lógico, lo que naturalmente lo convierte en un sentimiento peligroso y traidor.

Yo siempre había creído que las parejas que más peleaban estaban destinadas al fracaso y al dolor incondicional por falta de cariño, sin restricción ni requisito más que la desilusión y la tortuosa soledad. Ahora resulta que no es así, ahora resulta que por exceso de amor y no por falta de él las parejas se separan, se pelean, se entremezclan en guerrillas despiadadas e inhumanas… tiene sentido, al menos para mí. Cuando uno está muy enamorado las peleas llegan desprovistas de malas intenciones, vienen cargadas de miedo de perder a la otra persona. Ahora lo entiendo.

Los dos últimos años de mi vida (y también los más felices) los he compartido incondicionalmente y en su totalidad con Grace, mi chica, y ella me ha enseñado con mucha paciencia y notable habilidad quién soy yo en realidad. Me ha mostrado mi lado más arrogante, ególatra, despreocupado y torvo, arriesgándose muchas veces a ser el blanco de mi lengua viperina; dudo mucho que exista mayor prueba de amor que el sacrificio consciente.

Admito que cuando discutimos soy yo el que regresa con el son deprecante en busca de remiendo porque ella es bastante terca y definitivamente más fuerte e inteligente que yo, a pesar de tu tamaño y su apariencia, que poco dicen de cómo es realmente.

Soy bastante celoso y estoy enamorado, eso me convierte en un cabrón como pocos, intrigante y rencoroso; pero jamás le hago daño, jamás podría decirle algo hiriente y si llegase a salir de mi boca alguna atrocidad descorazonada ella entendería que no es verdad, entendería que me comporto como un tonto majadero, un chifladito malvado.

Entiendo perfectamente que el peor daño que se le puede hacer a una persona es tratarla con indiferencia, el odio y el amor van de la mano, si hay odio fue porque existió un amor trabado, estorbado o enfermizo; sin embargo, si hay indiferencia jamás hubo sentimiento alguno, jamás existió esa persona para ti, fue como una mala digestión saliendo sin gloria de tu cuerpo para no volver más. El amor que ella siente por mí hace que me entienda y me quiera cuando soy un gaznápiro descuidado o un canalla enrabietado.

Andreu, como todo artista, amaba su libertad, amaba crear, pintar, producir libremente y reproducirse impunemente. Casi siempre encontraba alguien con quién ligar por unos días, hasta que terminaba de conocer a su nueva rapiña y se aburría de ella. Como él era mi amigo, cuando salíamos se permitía llevar chicas diferentes cada vez, diferentes entre ellas y muy diferentes a él. Se veía feliz, como embobado por su nueva conquista pasajera.

Una vez me dijo que ninguna de esas chicas era como la suya, que nunca lo serían, que era muy afortunado; inconfidente le pregunté por qué salía con ellas, si ninguna sería como su chica. Me dijo que así la amaba más porque se ponía de mejor humor para ella.

Yo creo que el ser humano (sin diferencia de género) tiene una cantidad enorme de deseos y vacíos que una sola persona no puede complacer ni llenar, así se esfuerce mucho en hacerlo, siempre habrá algo: una fantasía loca, libidinosa e innecesaria, que con un poco de valor y descaro se pueda consentir en brazos extraños.

Una vez un amigo me dijo, con mucha razón e indiscutible certeza, que era necesario abrirse (en todos los sentidos) a más personas para así encontrar alguien que supla los vacíos que son como huecos en la tierra para que no queden como un monumento a lo perdido. Yo no sé si eso funcionaría conmigo, yo pienso que me generaría otro vacío aún más grande e insufrible, pero acepto que tiene bastante lógica y creo que le funciona a mucha gente. Basta con sentarse en algún café y buscar a una pareja, después de unos minutos uno de los dos echa una mirada pícara y temerosa a algún mozo o cliente que les haya gustado, pasa todo el tiempo.

No podría; sin embargo, ser yo un traficante de corazones y calzones porque soy muy cobarde para buscar nuevas aventuras enredosas y porque soy muy haragán para buscar cómo suplir los vacíos crueles que tengo dentro de mí, además esos vacíos son los responsables (para bien o para mal) de mi retorcida personalidad, que tanto le gusta a mi chica. No existe prueba de amor más grande que el sacrificio consciente.

Mientras tanto, víctima de la distancia, me toca oír las quejas y enterarme de las nuevas alucinaciones provocadas por esa droga insana y malquerida. Mi celular seguirá sonando y las preguntas seguirán invadiendo mi cuarto a las seis de la mañana y cada dos horas hasta las diez de la noche, que es cuando cesan y noto lo mucho que las disfruto y extraño.

Si busco llenar un vacío innecesario es para probar que no puedo (y si puedo, que no quiero), es para probar que me gusta que esté ahí, para probar que soy un idiota del culo y que a pesar de eso mi chica me quiere.

domingo, 17 de enero de 2010

El Canario Ahotado

Me encontraba descansando en mi casa nueva, lejos de mi chica y de mi hermano, mis más fieles aliados, cuando de repente llegó aleteando frenéticamente el Canario Ahotado.

Me había visitado antes, yo lo había buscado también en algunas ocasiones hace tiempo, cuando le tiraba panes y migajas para que se alimente, cuando era su sustento y me retribuía como sabía: con un aleteo ufano y radiante. Recientemente no había venido a visitarme, la última vez que se posó sobre mi jardín solo lo mire, mas no le di de comer nada. Se fue como llegó.

Descuidé y mal pagué su compañía fiel (al menos, aparentemente fiel) por mucho tiempo, no pensé que volvería a mi jardín después de tanto. Debe necesitar algo, pensé. Decidí esperar a que llegara otra vez, me anticipé y dejé esparcidos en el jardín pedazos de pan y migas, de las migas que le gustaban. Como había planeado, llegó pronto y comenzó a comer desesperadamente y al terminar me aleteó atrevidamente, no como antes. Algo andaba mal.

El Canario Ahotado viene desde muy lejos, desde un lugar al que nunca he ido y no tengo prisa por ir; vive con sus hermanos el Pavo Glotón y el Gallo Enano de Galpón. Muchas veces han venido con él a visitarme, pero nadie me ha caído tan bien como el Canario Ahotado.

La tierra donde vive está infestada por una gavilla de hampones, los Gavilanes Malhablados, abusivos y corrompidos por la vileza de sus perversiones (a las que llaman sueños); estos gavilanes son pájaros cobardes que huyen de su tierra natal porque por fin, después de tanto esmero, han conseguido que se vuelva una mierda insufrible. Huyen de la mala vida que ha impuesto el Gallinazo cubano muy cerca de ellos.

Rodeado por tremendos especímenes degenerados y torpes al hablar, El Canario Ahotado olvidó cómo cantar, olvidó cómo aletear vanidosamente, olvidó que era un ser inocente e indefenso y se convirtió en un Canario artero y ladino, traicionero, disfrazado de mi fiel compañero.

La vida en esa tierra fría e inhóspita es dura, muy dura para la corporalidad frágil de mi fiel ave. La corrompió también, milímetro por milímetro. De ala a ala. La convirtió en un objeto malicioso deseado por muchos y la destinó a ir ejerciendo un meretricio comedido (si es que existe) para conseguir lo que quería sin rendirle cuentas a nadie. Malentendió el lema sobre la libertad, tan difundido y adulterado por todo el pajarero jipato, loco y mixto.

Hoy fui sorprendido por mi Canario Ahotado, que ahora es un ave artera y forajida, cuando salía a darle la bienvenida. Cuando le iba a pedir que me mostrase una vez más su perfecta hermosura mientras nos divertimos jugando en el jardín como los amigos felices que éramos.
Sabía que hacía mal en confiarle mis confidencias, sabía que hacía mal disfrutando de su compañía, pero no podía alejarlo así como así, así como antes.

Gravísimo error, con mis tropas replegadas en Lima, diezmadas por la falta de comunicación conmigo, fui engañado y atacado a matar por el ave, por mi ave. Me arrancó los ojos mientras se deslumbraban con su aleteo eufórico. Me picoteó brutalmente las manos mientras me comunicaba con ella. Me perforó el pecho armada con mentiras y bajo efectos de la droga cegadora de la traición. Me decapitó tirando fuertemente de mi cabello. Luego voló.

Ahora mi cabeza exuda los últimos jadeos alocados en busca de ayuda y de venganza. Ciego, manco e incompleto me doy cuenta que fui un tonto, pero sigo fantaseando con ese Canario Ahotado revoloteando sobre mí.

viernes, 15 de enero de 2010

Políticas de represión

Hace poco en su columna en el diario El Comercio, Mario Vargas Llosa habló sobre “el otro estado”.

El otro estado es el de las drogas, el que se mueve por el narcotráfico y está constantemente en querellas contra el gobierno que intente imponérsele y doblegarlo. Pasó en México, pasará en toda América Latina si no da una solución inteligente al problema; la guerra pública no funciona, lo aprendimos de México que sufre cuantiosas pérdidas diariamente producto de la contienda, muchos inocentes mueren. Dicen los críticos que debe atacarse por lo bajo y usando a la policía y su unidad de investigación para reprimir y encarcelar a las autoridades que sirvan al otro estado y se encuentren imbuidas dentro del poder; pero eso es, sino poco probable, imposible. Los carteles han llegado para quedarse.

Ninguna guerra sería solución al problema. Toda guerra, como bien deja a entender Mario, está condenada a perderse, toda guerra genera muerte y destrucción sin distinción de culpabilidad o inocencia. Mueren narcos y son reemplazados rápidamente. No se puede luchar contra un estado de drogas tan preparado y tan infiltrado en los poderes del gobierno, un estado independiente que controla cargos importantes relativos a seguridad. Aún más si se utiliza a las fuerzas armadas, movilizándolas a una contienda para la cual no han sido preparadas y provocando un escurrimiento seguro de la mafia dentro del ejército, lo que empeoraría las cosas.

Mario Vargas Llosa comenta: “No es un problema policial sino económico (…) Las victorias que la lucha contra las drogas puede mostrar son insignificantes comparadas con el número de consumidores en los cinco continentes.”

Totalmente de acuerdo. El mercado de las drogas va abriéndose paso sin distinción alguna de clase, tanto en países desarrollados como subdesarrollados; rindiéndole al estado de las drogas grandes ganancias con lo cual seguir su campaña expansionista.

La solución, según se plantea en la columna, sería la descriminalización del consumo de drogas. Una idea que ha venido flotando en el aire desde hace ya mucho tiempo y que se presenta como la única solución efectiva al problema del narcotráfico y a la violencia que provoca.

Tiene sentido, en mi modesta opinión, puesto que el dinero que se emplea en políticas represivas podría ser mejor usado en campañas de educación, concientización e información o, en el peor de los casos, en políticas de rehabilitación. La legalización entraña peligros; sin embargo, con acertadas campañas de prevención se podría contener y contrarrestar lo que Vargas Llosa llama: un fenómeno pasajero entre jóvenes y niños.
Desde el punto de vista económico sería favorable, porque el dinero que ha hecho millonarios a tantos traficantes durante la política de represión ahora circularía legalmente.

Una política de represión nunca funcionará, no se puede reprimir el deseo del hombre a consumir. Así quiera consumir productos dañinos como el alcohol, el tabaco o la marihuana; no se puede solucionar un problema con otro problema, pues al reprimir el consumo lo único que se consigue es que aumente el tráfico ilegal y aumente el precio del producto y sin embargo, se reduzca la calidad, causando muchas veces la muerte. No se puede despojar a las personas del derecho a consumir libremente.

Similar problema ocurre ahora que el Ministro de Salud ha propuesto un absurdo: aumentar casi en siete veces la carga impositiva de los cigarrillos con el fin de reducir el consumo de tabaco porque, ciertamente, daña la salud. Si eso llegara a pasar se les estaría obsequiando generosamente colosales cantidades de dinero a los contrabandistas, porque tengan por seguro que el consumo de cigarros no se va a reducir y el gobierno no va a ganar casi nada porque todas las transacciones se realizarán clandestinamente.
Si se intenta controlar el consumo de tabaco pueden crearse campañas efectivas de información y educación, mas resulta descabellado trazar un impuesto tan alto que, si bien es cierto, de acatarse generaría ingresos cuantiosos que podrían ser destinados a implementar centros oncológicos u hospitales del estado, es altamente improbable que se acepte pagar el doscientos porciento del impuesto como está establecido.
Pasará como en el primer gobierno de Alán, los traficantes se vestirán de ambulantes y venderán cigarrillos manipulados a un precio más aceptable.

No puede ser que por desidia y corrupción sigamos creyendo en políticas tan trajinadas y absurdas como resulta ser la de represión. Por la demagogia ética de politiqueros no podemos retroceder. Tenemos que afrontar los problemas con soluciones reales, efectivas, inteligentes, en pro de un desarrollo en la democracia del país y de una inexorable lucha contra la corrupción, que tanto reprime y juega con nuestra libertad.

“No son razones éticas, religiosas o políticas, sino el crudo interés el obstáculo mayor para acabar con la arrolladora criminalidad asociada al narcotráfico, la mayor amenaza para la democracia en América Latina”: concluye Mario.

Y es que en América Latina tomamos decisiones en base a los intereses de quien esté en el gobierno, de quien tenga el poder; mientras existan personas que vivan de las políticas de represión (que sean parte de ellas y las defiendan) y tengan suficiente poder político como para evitar una probable descriminalización y exista gente que se oponga por cuestiones éticas al consumo, el estado del narcotráfico seguirá echando raíces, creciendo vigoroso y prosperando infamemente, minando así la democracia y activando una bomba de tiempo que explotará cuando al fin el gobierno se de cuenta que es necesario librar una guerra perdida.

domingo, 10 de enero de 2010

Fiebre esnob

Son las dos y cincuenta y seis y yo no consigo conciliar el sueño, acabo de llegar de la casa de mi chica después de haber ido a caminar por San Isidro derrochando energía en el Olivar como un niño altamente intoxicado (o sea como en mi pubertad) y de haber cocinado presurosamente y comido no menos aceleradamente para por fin, y luego de una hora y media de viaje, llegar a mi casa y postrarme hasta la tarde de mañana o hasta que mi chica me despierte con una llamada para invitarme a almorzar.

Yo sé que es sábado y que a las personas les gusta divertirse los sábados toda la noche hasta perder el conocimiento, está bien que lo hagan, siempre es bueno disfrutar del día y luego perder el conocimiento para despertar despejados y felices; no me parece mala idea.

Pero habiendo tantos lugares en Lima para divertirse y doparse hasta más no poder por la más mínima cuota de pago ¿Por qué cojones hacerlo en La Molina? donde no hay nada interesante y las octogenarias vecinas podrían morir del susto si se les despierta tan bruscamente en la madrugada.

Entiendo que busquen privacidad, pero también hay en Lima una diversa cantidad de hoteles y hostales donde pueden encontrarla lejos de mi casa y de mis vecinas achaquientas. Si los escolares pueden congregar tremendas orgías en horario de clase y nadie les dice nada, ¿qué les hace pensar que será mala idea intentar?

Acostumbro a mandar a lavar mi ropa (porque soy muy holgazán para hacerlo yo mismo) los sábados, pero dado que este sábado era especial porque llegaba de viaje mi chica después de haber departido, seguramente, tiempo de calidad con su mamá y yo no quería desperdiciar el preciado tiempo que me restaba del día luego de levantarme de la cama a las dos de la tarde, lo olvidé por completo.

Acostumbro también bañarme antes de dormir, más aún luego de haber caminado por mucho tiempo y de haberme expuesto a las destemplanzas climáticas de Lima la loca (y fea) y antes de bañarme reviso (por lo menos los sábados) la ropa recién lavada para escoger con qué buzo, short, bóxer (o calzoncillo) pasaré la noche. Oh, mierda. No hay ropa limpia. Me refrendo duramente por ser tan despistado e idiota, rebusco desesperado algo que pudiera ser útil hasta que encontré un buzo azul presentable y limpio, o al menos más limpio que el resto de cosas, y orgulloso por mi proeza me lo pongo contento, olvidando el porqué estaba limpio, o abandonado.

Nunca he entendido la razón por la cual los buzos tienen una malla interior, cuando compró alguno (casi nunca) lo despojo de esa pieza inservible e incómoda, pero dado que este buzo sin la malla sería no menos que un pedazo de franela semitransparente, entiendo el porqué no se lo quité.

Dadas las deplorables circunstancias no me quejo y me convenzo que debo dormir rápido para evitar sentir el apretón genital que significa usar ese buzo azul olvidado; rápidamente trepo a mi cama, pongo un poco de paz en la zona de guerra y cierro los ojos para por fin descansar después de tan agotador día.
Doy vueltas como loco, no puedo ignorar la tortura maligna que me escarmienta por olvidar mandar a lavar la ropa, o por usar tanta en tan poco tiempo y ponerla tan mugrienta. A penas y puedo dormitar con la angustia de que despertaré castrado y mi chica ya no me querrá, cuando los oí llegar en un estrepitoso y descarado Yaris rojo bastante putón.

No les prestaba mucha importancia porque tenía asuntos de urgencia en los cuales abstraerme, pensaba que se irían, pero no. Estacionaron justo en frente de mi casa. De tantas cuadras, de tantas casas con ancianos reumáticos, de tantos parques de La Molina, de tantos distritos tuvieron que venir a parar impunemente a mi casa.

Espié un poco por el balcón, son dos hombres y cuatro mujeres (vivir la vida con B grande) y están bebiendo cervezas y fumando cigarrillos mientras oyen en la radio las, seguramente, novísimas canciones de reggaetón y cumbia. Se la pasan de lo mejor, cada chico abrazando a dos (algo ebrias) chicas danzantes y felices. Los miro por un rato esperando inútilmente que algún vecino salga armado y arme tremendo culebrón para olvidar el dolor urogenital que me aqueja por culpa de mi descuido.

Fumo un cigarrillo Lucky, de los Black Series. Interesante idea esta de reducir el tamaño de los cigarrillos y aumentar el precio, está probado que las grandes industrias creen que somos idiotas (y lo somos, por lo menos yo que los compro) y no tienen reparo en ocultarlo.

No se van, más bien sacan de la maletera del auto una infinidad de botellas de vidrio, seguramente con alcohol lo suficientemente potente para darles a los muchachotes una bonita y romántica velada con sus compañeras (o sus cuerpos inertes) que parecen haber nadado en una placenta llena de alcohol por la manera cómo soportan estoicas. Yo soy pollo y con dos copitas hago escándalos, me sorprendo y avergüenzo en silencio.

Cabreado por no poder dormir tranquilo arrojo un zapato mientras grito improperios desde el balcón esperando que si nos los ahuyenta el golpe y la hostilidad, los ahuyente el olor no muy deleitable y sobrecogedor. Veo que uno de los muchachos, el más flaco, busca en derredor pero no me encuentra porque está tan borracho que no puede ni siquiera darse la vuelta, luego el otro chico les enseña el zapato de cuero que uso con ternos a las muchachas y todos ríen y siguen en su carnaval desfachatado usando insolentemente mi zapato para botar la ceniza y la espuma de la cerveza que queda.

Estoy al borde de una ataque de locura, han ganado una batalla, pero no conseguirán la victoria. Busco en la refrigeradora (que funciona mejor que las páginas amarillas) el número telefónico de los serenos de La Molina. Ellos me ajusticiarán, digo convencido. Llamo insistentemente pero nadie parece dispuesto a rescatar mi paz, me ofrecen enviar una patrulla y me advierten que deje de llamar. Vuelvo al balcón, enciendo otro cigarrillo estafador y espero pacientemente. A los veinte minutos veo aproximarse a la cuadra una moto lineal con la insignificante humanidad de un sereno medio dormido.

Envalentonado se acerca al auto y a sus dueños, que a estas alturas creen que el Yaris es un Lamborgini del año y que son magnates rusos con mucho poder, y no me sorprende porque hasta mi balcón llega el sobrecogedor y prohibido aroma de un porrito consumiéndose. El sujeto gordo y velludo que tiene entre sus dedos el porrito habla con el justiciero pigmeo, agachándose, naturalmente y después de dos o tres pitadas mi don quijote limeño es convencido y se retira feliz y más despierto que cuando llegó.

Suena cada vez más alto el: Kuriquitaca ti, Kuriquitaca ta o como quiera que se escriba y las chicas se menean como poseídas por Lucifer. Es un espectáculo interesante y me quedaría a verlo, pero estoy bastante cansado y sólo pienso en dormir.

Las muchachas cantan con voz quebrada y dejada, notoriamente ebrias, un arrastrado: Yo no sé mañana… Yo no sé mañana. Entiendo perfectamente, yo tampoco sé si después de ingerir esa mixtura de tóxicos existirá un mañana para esas chicas. Y si existe, yo no sé si será muy prometedor después de esa noche llena de azotes y bailes cachondos con frotaditas atrevidas y sandungueo. Quizá sea su último día de solteras (o de menstruantes) antes de mañana.

Yo no sé si mañana seguiré teniendo colgajo.

Resignado y derrotado, voy a la cocina, me sirvo un poco de jugo de manzana del cartón y me tomo tres pastillas para olvidar la fiebre esnob (snob para los exquisitos) que se vive afuera de mi casa, frente a mi cuarto; para olvidar los modales improbables de los dueños de un Lamborgini de lujo y de su refinadísima manera de tratar a las damas. De paso olvidar también que tengo cojones y rezar para que mañana sigan ahí, intactos.

sábado, 9 de enero de 2010

El placer oculto en la soledad

Rara vez salgo a caminar o a trotar (que es más raro aún) por las calles de Lima porque siempre me parece que hay mucha gente y casi toda alborotada, como si necesitaran ir al baño con una urgencia diabólica y contagiosa.

Cuando salgo a caminar siempre es cerca de mi casa en La Molina porque hay menos gente en las calles, la mayoría son señoras octogenarias que van despacito a la parroquia local, siempre saludan alegremente y no se detienen para entrevistarte y aburrirte con las tediosas chácharas reservadas para el té de las vecinas de la cuadra todos los domingos después de la misa del padrecito Rubén (menudo picarón).

Cuando salgo a caminar siempre lo hago solo. El doctor me aseguró que sería una terapia perfecta el caminar solo y pensar, ordenar las ideas, sentirse iluminado y renovado por el aire fresco de la mañana. Es mentira, se trata de una afirmación fraudulenta. Cuando camino solo no quiero pensar, no quiero iluminarme ni cargarme de la positiva energía del ambiente (que nunca es tanta, más si sólo hay especimenes caducos y seniles en derredor) lo único que quiero es no pensar, no ordenar nada, dejarlo como está y olvidarme que tengo que ordenarlo en algún momento. Tratar de ordenar algo en mi mente resulta no menos que una tortura.

Cuando camino en Chiclayo, que también es bastante inusual, lo hago amparado en la frescura de la noche y suelo recorrer distancias más o menos largas, no hay muchas personas en la vía ni muchos autos en la carretera, es perfecto para olvidar quien eres y caminar sintiéndote otra persona, encubrir tu identidad y buscar problemas.

Yo hace tiempo que dejé de buscar problemas, la última vez desperté en el hospital bastante maltrecho, semidesnudo y bajo los espirituosos efectos de algo que debí ingerir antes del conflicto que resultó ser una masacre cruel contra mi persona y la de mi hermano Raúl (aún seguimos buscando el lugar donde lo compramos).

No me gusta caminar acompañado ni en Lima ni en Chiclayo, debe ser porque casi nunca tengo quien me acompañe; pero estar con otra persona convierte mi incursión a lo desconocido con mi identidad desconocida en un predecible, aburrido y molesto viaje en el que debo resignarme no sólo a tratar de no pensar en mí y en mis enredos, sino también en tratar de olvidar a la otra persona que insiste en contarme los suyos.

Claro, siempre existe una excepción para todo. Me gusta caminar con mi chica por varias razones. La primera es que me gusta cómo camina, tan distinguida, elegante y despreocupada. Muy diferente a mi andar descompasado, arrítmico y distraído. Me ayuda a olvidarme de mí, me vuelvo parte de ella y me dejo arrastrar obediente por caminos que desconozco guardando en secreto la esperanza de perderme junto a ella. De perderme para toda la vida.

La segunda es que sabe cómo captar mi atención cuando me distraigo mucho y estoy a punto de arrojarme a las fauces de los peligrosos conductores de coaster. Esos depredadores furtivos. Me ha salvado la vida en innumerables ocasiones.

La tercera es una razón meramente vanidosa y engreída de mi parte. Sencillamente me gusta caminar con ella porque es guapa y uno siempre quiere tener cerca de una mujer guapa (si es divertida mucho mejor) y la última de las razones es que no tengo que esforzarme por ser mejor de lo que realmente soy (o por lo menos más amable, esto no quiere decir que la trate con poca amabilidad o cariño), puedo dejar de lado la figura impostada y mentirosa por la que soy poseído muchas veces y convencerme que estoy con ella y que, en cierto modo, estoy solo; pero no es una soledad molesta ni triste, es una soledad que me da la certeza que ella es parte de mí y yo parte de ella, es una soledad gratificante y feliz.

Yo pienso que las personas le rehuyen a la soledad porque saben que al encontrarse sin nadie más cerca de ellos puede aflorar quien son en realidad, pueden dejar salir todas sus miserias y aberraciones, toda la mierda que llevan dentro de sí y eso les asusta; entonces, presas del miedo, tratan de rodearse de más personas (con el mismo problema) y esforzarse por ser amables y educadísimos para todos y con todos.

Así, su verdadera identidad se confunde con la identidad amable impostora y todo termina siendo una gran falsedad mojada en un sentimiento enfermizo de culpabilidad. Eso hace a la gente infeliz. Rehuir de la soledad por miedo a sí mismos hace a la gente infeliz y, en cierto modo, los convierte en unos pusilánimes. Son infelices porque no viven libres de la carga de su mentira.

No digo que yo viva transparentemente, sería una grotesca invención mía hacerle creer a todos que yo soy transparente y sincero con todos. No lo soy, o por lo menos no siempre. Lo soy cuando camino y finjo ser otra persona. No puedo serlo cuando camino con alguien más. Lo soy cuando camino con mi chica. Lo soy cuando caminando logro olvidar las tares pendientes, las fechas importantes, las obligaciones y la basta lista de rencillas que tengo (que tienen en mi contra, para ser más exacto).

Soy sincero únicamente cuando estoy solo; sin embargo, el estar solo me convierte también en una peor persona, menos amable y educada. Me transforma en quien realmente soy.

Me reconozco como una mala persona y no tengo problemas ni complejos en admitirlo. Me gusta ser una mala persona porque me libera de la carga cruenta que significa mantener una impostura. Mi soledad no me acongoja en lo más mínimo, no me molesta. Disfruto de mi soledad feliz.

He sido una mala persona por mucho tiempo, casi todo el tiempo que llevo como ser humano, lo cual me hace inferir que – lógicamente – siempre he estado tentado a ser más una mala persona que una buena persona. Yo no creo que esto sea una condena a la que he de resignarme, lo entiendo más bien como un mérito sincero que hay que reconocer y aceptar, tratando de cultivar lo que sea que me haga más feliz, aún cuando sean improbidades (perversiones) repudiadas como el egoísmo, la pereza, el libertinaje y el ocio. Todo en pro de una vida más placentera, exenta de preocupaciones y falsedades.

Ciertamente soy más feliz cuando consigo estar solo y caminar solo por calles desiertas de La Molina o Chiclayo. Evidentemente, no puedo probar lo que he dicho y no puedo, tampoco, asegurar que a todas las personas del mundo les pasa lo mismo que a mí; pero tengo el convencimiento ciego y reconfortante que es una verdad probada por mí mismo para mí mismo. Que no hago mal siendo una mala persona y mostrándolo mientras camino por La Fontana, sino que hago bien.

Lo sé ahora que estoy solo y soy sincero, lo sé ahora que disfruto de mi soledad.

jueves, 7 de enero de 2010

Los pollos no vuelan

No existe la clase alta, así como tampoco la clase baja; son ficciones afiebradas de algunos megalómanos inmodestos para separar de ellos a los que no consideran sus iguales y que, dicho sea de paso, creen son lo suficientemente estúpidos para afirmarlo y obedecerlo.

Si existiera la clase alta, ¿cómo sabríamos quiénes la conforman? la respuesta sería mera relatividad de opiniones disparataras y paparruchadas porque, que yo sepa, no existe ninguna colegiatura ni candidatura alguna que te permita alcanzar ese título. Inclusive, fuera de los requerimientos mínimos que tratan de imponer algunos economistas algo despistados, no existe perdurabilidad en las dimensiones que se emplean para la medición, se han variado (e incluido) muchas dimensiones a lo largo del tiempo; así Marx definía las clases económicas en torno a su función estructural en las relaciones sociales de producción, no en escalas posicionales de poder, riqueza y prestigio como sí lo hacía Weber.

¿Cómo podemos clasificar algo tan variable y complejo? A nivel nacional sería más fácil que a nivel mundial porque en la idiosincrasia peruana todo se clasifica usando el dinero de por medio, así la grotesca grieta que separa los ingresos de unas personas y de otras sirve perfectamente para su fin; sin embargo, a nivel mundial resultaría tarea de acomplejados áulicos con tiempo de sobra. Si tenemos en cuenta que al juntar a las quinientas personas con más dinero en el mundo obtendremos el veinte por ciento del dinero total circulando legalmente (y sólo hablando de dinero, sin tocar el tema de poder y prestigio que no siempre van de la mano) pensaríamos: bueno, ahí tenemos a la clase alta. Pero ¿qué pasaría con los empresarios peruanos dueños de compañías y propiedades que, a ciencia cierta, no están dentro de esa recuenta? ¿Ellos no son clase alta?
¡Coño, pero eso es imposible! si muchos tienen mercedes bens y viven en Las Casuarinas o zonas exclusivas de Lima y tienen gente sirviéndolos hasta en las más absurdas tareas, como recoger la mierda del perro por toda la casa (en vez de enseñarle al animal a hacer afuera).

Ahora, si pensamos que es obligatoriamente necesario ligar el dinero, el poder y el prestigio para ser llamado clase alta (que, valgan verdades, tiene más sentido) en el Perú encontraremos sino pocos, poquísimos.

Yo no creo en las separaciones de ningún tipo, la diferenciación que se ha puesto de moda en los últimos años es un arma peligrosa en manos de cualquiera; además de ser el, peligrosamente cercano, paso previo a la discriminación. No creo en la separación porque no encuentro dimensiones reales por las cuales situar a una persona por encima de otra y permitirle ciertos privilegios que son esquivos para el resto. Cuando hablamos de lo que se necesita para ser clase alta, media o baja (si es rigurosamente necesaria una separación) no puede ser que factores como la educación queden desplazados por otros como el poder, que objetivamente no puede reconocerse siempre como un mérito.
Escobar, el extinto capo colombiano de la droga, poseía un notable poder en Medellín, tanto entre sus conciudadanos como entre el resto de narcotraficantes de la región y del mundo. Escobar confinaba una parte de su dinero (que circulaba en bancos, increíblemente) a acciones sociales en Medellín, por lo que era querido y contaba con cierto prestigio y reconocimiento. ¿Clase alta?

Existen personas más ricas que otras en el país y en el mundo, para nadie es un secreto; así como existen personas con más clase que otras. Pero no existen personas que solamente por tener más dinero tengan más clase, eso se debe a la educación moral y académica, sin ser está más importante que la primera.

Es vergonzoso que en pleno siglo veintiuno hayan personas que amparan sus acciones déspotas, atolondradas, imprudentes y ofensivas en argumentos tan desgastados y difusos (por decir menos) como el clasismo, pretendiendo que sean consideradas extravagantes, cortas de importancia y de esta manera ser justificadas entre los que consideran sus subordinados.
Una persona clasista es ignorante e idiota, desubicada e incorregible. Un ser molesto que no puede sanamente resignarse a ser parte de una sociedad plural e igualitaria. Un tonto de cuidado.

Estoy cansado de ver a gente así, que viven como pollos, que saben que no van a volar pero siguen intentándolo y pisoteando a los que están cerca; pisoteando a los que trabajan para ellos (que mayormente son personas incólumes, educadas, generosas y trabajadoras, con más clase que ellos) o a cualquiera que consideren les debe yugo. Son víctimas de una sociedad alienada, llena de complejos y duramente golpeada por crisis sociales de las que aún no se recupera del todo. ¿Tanta fantochada y tanto esperpento tiene la clase alta?

Estoy igualmente cansado de ver gente que acepta ser injuriada por granujas que entienden natural tratar mejor a la mascota de la familia que a las personas.

Esto tiene que parar (sí, cómo no) el país no necesita más rencillas, o mejor dicho disímiles cruzadas, entre sus ciudadanos. El país -las personas- no necesita más desunión; se necesita concordia, coalición y consonancia.

Los pollos no vuelan, no han nacido para volar, hay que aceptarlo y dejarlo pasar.