El delatador vive conmigo, estudia en la misma universidad, comemos juntos siempre, me acompaña al baño y duerme conmigo; inclusive, sale con mi chica siempre y la conquista a su modo, pero él no está enamorado; a él le encanta jugar con las personas que lo rodean, encantarlas, seducirlas y luego lastimarlas o, en el mejor de los casos, olvidarlas.
Luchamos una guerra furibunda y letal todos los días desde que tengo recuerdo, nos odiamos mutuamente, somos, como dice la canción: enemigos íntimos; sin embargo, sabemos que no podemos vivir sin el otro. Pero yo soy un torpe guerrero, un soldado bobalicón y cobarde, mientras él es bravo, indomable, con una lengua ponzoñosa, envenenada. Un sujeto de cuidado es el delatador que vive conmigo.
Casi ha crecido conmigo y conoce tan bien como yo a los pocos seres que me han conquistado y han logrado ganarse mi cariño y respeto, pero él los odia a todos, él es el que jamás perdonó una injuria y el que vive planeando dar biliosos golpes por doquier a las humanidades arrepentidas de todo aquel que en algún momento me propinó un inmerecido daño. Esto no quiere decir que él sea mi redentor justiciero ni mucho menos, esto significa que cada vez es más independiente de mí; que cada vez se siente más libre para actuar.
Se divierte doblegándome, desapareciéndome, tomando el control de todo mientras yo miro aterrado; cada vez se hace más fuerte y más cruel, las temibles batallas se convirtieron ahora en retiradas fugaces por mi parte, en escaramuzas desiguales, injustas. Mis tropas están cansadas, alicaídas, espantadas de tanto bombardeo, de tanta fuerza incontrolable que significa el delatador. Ya no puedo más.
Todos aman al delatador sin saber que están contribuyendo a que acabe conmigo, que me venza por fin. Lo aman y lo fortalecen, pero cometen todos un error, él no sabe lo que es querer, ni retribuir; lo agigantan ignorando que a la larga terminará por utilizarlos también, y hasta destruirlos si se interponen en su camino. El delatador se vuelve poderoso con cada risa que provoca, con cada persona a la que convence, con cada mequetrefe que ridiculiza; y se sabe poderoso ante mí porque es más corajudo y bravucón, porque, contrariamente a mí, avanza temerario en la vida, sin responsabilidades ni inconvenientes; mientras que yo cada día me debilito más pensando en el mañana, en mi futuro, en nuestro futuro, tan poco deslumbrante e incierto, como el desdichado y abnegado mártir que todos ignoran que soy.
El delatador es muy astuto, casi no tiene debilidades; sabe que yo las tengo por montones, sabe que me cuesta ocultarlas, que les temo sobremanera, que en el único espacio donde me siento seguro es en mí mismo, que me oculto cual tortuga en su caparazón; sabe, también, que tengo enemigos (que también son los suyos, a veces y en cierta forma) y que como él, quieren verme hundido, pero no encuentran la manera de derrotarme. Él se las cuenta, me delata. Ahora que está tan de moda, les vende información confidencial, me vende completo, como si hubiera olvidado que sin mí no puede existir, a cambio de jolgorio y zambra soy cedido. Ventila, oliscón, todos mis defectos, mis cojeras, mi vida completa e intimidades vergonzosas, por eso la gente lo adora. Por eso todos lo celebran y se ríen de mí (pensando que conmigo), llaman valentía y desinhibición a esa vil traición, deplorable hasta en enemigos.
Todos le temen al delatador, y con razón; ha acabado cuando ha querido y como ha querido con todos sus enemigos y muchos míos, también; los ha humillado grosera y cruelmente. Brilla con luz propia dondequiera que desee lucir su peligrosa habilidad de transformar todo lo acumulado de su espionaje, robándole información a mi realidad y tomando posesión de mis secretos, en material explosivo, corrosivo y atractivo, en mentiras persuasivas y creíbles hasta para los más desconfiados oyentes y lectores.
El delatador siempre emerge, en cualquier momento y en cualquier lugar; ha adquirido el control absoluto en este aspecto.
Como consecuencia de las observaciones que hizo de todas las personas que nos rodean ha aprendido cómo comportarse con cada una, convirtiéndose así en un hipócrita consumado, pero peligroso; una víbora opaca, camuflada y peligrosa, un lobo cubierto de lana. Alimenta su ego con la necesidad de los otros de tenerlo cerca y alimentarse de sus mórbidas palabras, gestos y miradas; los utiliza a su manera, pero no puede controlarlos aún; se prostituye con ellos para volverlos adictos a su libido, a sus lujuriosas chácharas. Porque él no está con ellos por cariño, está siempre con ellos para poseer el poder suficiente que le permita luego ganar tanto dinero como sea posible, de la manera que sea posible, y así apartarlos y no verlos más. Son su entrenamiento y práctica. Son su alimento.
Su mentor es un personaje conocido y desconocido a la vez; es “público” porque mucha gente lo ve, lee y admira, y es desconocido porque sólo se muestra tal cual es con el delatador. Todos ignoran lo que a hurtadillas y con maleficencia traman juntos en conocidos cafés de Lima.
El delatador lo admira, pero sabe que en algún momento será necesario destruirlo, su mentor lo sabe, se lo ha escuchado decir, pero lo deja pasar, le gusta; sabe que su legado de astucia y disimulo verá un futuro seguro en las manos del delatador.
Nunca tiene miedo, yo siempre lo tengo, soy un cobarde consumado. Él es el que grita por mi boca, desde mi interior, cuando ha decidido hacer sufrir a mi chica; las lágrimas son mías cuando he decidido volver a batallar, querellarlo por hacerle mal al único que ser amo aquí, en Lima. Él trata de convencerme que no existe el amor.
Él es el que espera que a todos les vaya mal, que les vaya peor que a él; es él quien disfruta provocando profundas heridas en los que osan enfrentársele. Soy yo el que teme ser herido.
Él es el que sólo piensa en sexo, el que tiene fantasías inmundas, deseos y perversiones bajas y mordaces. Es él quien piensa que el dinero hace la felicidad y se ríe como un lunático cuando lo consigue a costa del sufrimiento de otros.
Es él quien va a negar todos estos ataques, con miradas de complicidad y risas fingidas.
Soy yo, quizá, la mejor parte que algunos han conocido y él la peor. Soy yo el que me disculpo cuando él enloquece y hiere. Soy yo el pusilánime que se ha resignado a ser un personaje menor del acontecer diario del mundo. Soy yo el avinagrado y parco que ríe con nadie, que casi no tiene amigos, que nunca se burla de los demás, que jamás pensaría en decir una procacidad, que respeta a las religiones y hasta reza. Es él quien me hace agnóstico a todo.
No estoy seguro de qué es lo que pretende, no sé bien si será mejor o peor su dominio sobre mí; quizá observarlo escondido acabar con mis dificultades sea mejor que seguir librando esta disímil cruzada que sólo me provoca más desaires.
Siendo, como soy, forzosamente, un oyente más y un lector más del delatador, temo el sentirme desnudo sin su poderosa presencia en mi ser; temo no ser tan distinto a él: resignado a ser mediocre; me reconozco a veces en él, sé que no puedo ser como él y decido odiarlo. Temo seguir temiendo.
No hay que amar al delatador, tampoco hay que temerle. Hay que aceptar que la peor parte está por venir, solamente.
Luchamos una guerra furibunda y letal todos los días desde que tengo recuerdo, nos odiamos mutuamente, somos, como dice la canción: enemigos íntimos; sin embargo, sabemos que no podemos vivir sin el otro. Pero yo soy un torpe guerrero, un soldado bobalicón y cobarde, mientras él es bravo, indomable, con una lengua ponzoñosa, envenenada. Un sujeto de cuidado es el delatador que vive conmigo.
Casi ha crecido conmigo y conoce tan bien como yo a los pocos seres que me han conquistado y han logrado ganarse mi cariño y respeto, pero él los odia a todos, él es el que jamás perdonó una injuria y el que vive planeando dar biliosos golpes por doquier a las humanidades arrepentidas de todo aquel que en algún momento me propinó un inmerecido daño. Esto no quiere decir que él sea mi redentor justiciero ni mucho menos, esto significa que cada vez es más independiente de mí; que cada vez se siente más libre para actuar.
Se divierte doblegándome, desapareciéndome, tomando el control de todo mientras yo miro aterrado; cada vez se hace más fuerte y más cruel, las temibles batallas se convirtieron ahora en retiradas fugaces por mi parte, en escaramuzas desiguales, injustas. Mis tropas están cansadas, alicaídas, espantadas de tanto bombardeo, de tanta fuerza incontrolable que significa el delatador. Ya no puedo más.
Todos aman al delatador sin saber que están contribuyendo a que acabe conmigo, que me venza por fin. Lo aman y lo fortalecen, pero cometen todos un error, él no sabe lo que es querer, ni retribuir; lo agigantan ignorando que a la larga terminará por utilizarlos también, y hasta destruirlos si se interponen en su camino. El delatador se vuelve poderoso con cada risa que provoca, con cada persona a la que convence, con cada mequetrefe que ridiculiza; y se sabe poderoso ante mí porque es más corajudo y bravucón, porque, contrariamente a mí, avanza temerario en la vida, sin responsabilidades ni inconvenientes; mientras que yo cada día me debilito más pensando en el mañana, en mi futuro, en nuestro futuro, tan poco deslumbrante e incierto, como el desdichado y abnegado mártir que todos ignoran que soy.
El delatador es muy astuto, casi no tiene debilidades; sabe que yo las tengo por montones, sabe que me cuesta ocultarlas, que les temo sobremanera, que en el único espacio donde me siento seguro es en mí mismo, que me oculto cual tortuga en su caparazón; sabe, también, que tengo enemigos (que también son los suyos, a veces y en cierta forma) y que como él, quieren verme hundido, pero no encuentran la manera de derrotarme. Él se las cuenta, me delata. Ahora que está tan de moda, les vende información confidencial, me vende completo, como si hubiera olvidado que sin mí no puede existir, a cambio de jolgorio y zambra soy cedido. Ventila, oliscón, todos mis defectos, mis cojeras, mi vida completa e intimidades vergonzosas, por eso la gente lo adora. Por eso todos lo celebran y se ríen de mí (pensando que conmigo), llaman valentía y desinhibición a esa vil traición, deplorable hasta en enemigos.
Todos le temen al delatador, y con razón; ha acabado cuando ha querido y como ha querido con todos sus enemigos y muchos míos, también; los ha humillado grosera y cruelmente. Brilla con luz propia dondequiera que desee lucir su peligrosa habilidad de transformar todo lo acumulado de su espionaje, robándole información a mi realidad y tomando posesión de mis secretos, en material explosivo, corrosivo y atractivo, en mentiras persuasivas y creíbles hasta para los más desconfiados oyentes y lectores.
El delatador siempre emerge, en cualquier momento y en cualquier lugar; ha adquirido el control absoluto en este aspecto.
Como consecuencia de las observaciones que hizo de todas las personas que nos rodean ha aprendido cómo comportarse con cada una, convirtiéndose así en un hipócrita consumado, pero peligroso; una víbora opaca, camuflada y peligrosa, un lobo cubierto de lana. Alimenta su ego con la necesidad de los otros de tenerlo cerca y alimentarse de sus mórbidas palabras, gestos y miradas; los utiliza a su manera, pero no puede controlarlos aún; se prostituye con ellos para volverlos adictos a su libido, a sus lujuriosas chácharas. Porque él no está con ellos por cariño, está siempre con ellos para poseer el poder suficiente que le permita luego ganar tanto dinero como sea posible, de la manera que sea posible, y así apartarlos y no verlos más. Son su entrenamiento y práctica. Son su alimento.
Su mentor es un personaje conocido y desconocido a la vez; es “público” porque mucha gente lo ve, lee y admira, y es desconocido porque sólo se muestra tal cual es con el delatador. Todos ignoran lo que a hurtadillas y con maleficencia traman juntos en conocidos cafés de Lima.
El delatador lo admira, pero sabe que en algún momento será necesario destruirlo, su mentor lo sabe, se lo ha escuchado decir, pero lo deja pasar, le gusta; sabe que su legado de astucia y disimulo verá un futuro seguro en las manos del delatador.
Nunca tiene miedo, yo siempre lo tengo, soy un cobarde consumado. Él es el que grita por mi boca, desde mi interior, cuando ha decidido hacer sufrir a mi chica; las lágrimas son mías cuando he decidido volver a batallar, querellarlo por hacerle mal al único que ser amo aquí, en Lima. Él trata de convencerme que no existe el amor.
Él es el que espera que a todos les vaya mal, que les vaya peor que a él; es él quien disfruta provocando profundas heridas en los que osan enfrentársele. Soy yo el que teme ser herido.
Él es el que sólo piensa en sexo, el que tiene fantasías inmundas, deseos y perversiones bajas y mordaces. Es él quien piensa que el dinero hace la felicidad y se ríe como un lunático cuando lo consigue a costa del sufrimiento de otros.
Es él quien va a negar todos estos ataques, con miradas de complicidad y risas fingidas.
Soy yo, quizá, la mejor parte que algunos han conocido y él la peor. Soy yo el que me disculpo cuando él enloquece y hiere. Soy yo el pusilánime que se ha resignado a ser un personaje menor del acontecer diario del mundo. Soy yo el avinagrado y parco que ríe con nadie, que casi no tiene amigos, que nunca se burla de los demás, que jamás pensaría en decir una procacidad, que respeta a las religiones y hasta reza. Es él quien me hace agnóstico a todo.
No estoy seguro de qué es lo que pretende, no sé bien si será mejor o peor su dominio sobre mí; quizá observarlo escondido acabar con mis dificultades sea mejor que seguir librando esta disímil cruzada que sólo me provoca más desaires.
Siendo, como soy, forzosamente, un oyente más y un lector más del delatador, temo el sentirme desnudo sin su poderosa presencia en mi ser; temo no ser tan distinto a él: resignado a ser mediocre; me reconozco a veces en él, sé que no puedo ser como él y decido odiarlo. Temo seguir temiendo.
No hay que amar al delatador, tampoco hay que temerle. Hay que aceptar que la peor parte está por venir, solamente.