domingo, 22 de noviembre de 2009

El delatador

El delatador vive conmigo, estudia en la misma universidad, comemos juntos siempre, me acompaña al baño y duerme conmigo; inclusive, sale con mi chica siempre y la conquista a su modo, pero él no está enamorado; a él le encanta jugar con las personas que lo rodean, encantarlas, seducirlas y luego lastimarlas o, en el mejor de los casos, olvidarlas.

Luchamos una guerra furibunda y letal todos los días desde que tengo recuerdo, nos odiamos mutuamente, somos, como dice la canción: enemigos íntimos; sin embargo, sabemos que no podemos vivir sin el otro. Pero yo soy un torpe guerrero, un soldado bobalicón y cobarde, mientras él es bravo, indomable, con una lengua ponzoñosa, envenenada. Un sujeto de cuidado es el delatador que vive conmigo.
Casi ha crecido conmigo y conoce tan bien como yo a los pocos seres que me han conquistado y han logrado ganarse mi cariño y respeto, pero él los odia a todos, él es el que jamás perdonó una injuria y el que vive planeando dar biliosos golpes por doquier a las humanidades arrepentidas de todo aquel que en algún momento me propinó un inmerecido daño. Esto no quiere decir que él sea mi redentor justiciero ni mucho menos, esto significa que cada vez es más independiente de mí; que cada vez se siente más libre para actuar.

Se divierte doblegándome, desapareciéndome, tomando el control de todo mientras yo miro aterrado; cada vez se hace más fuerte y más cruel, las temibles batallas se convirtieron ahora en retiradas fugaces por mi parte, en escaramuzas desiguales, injustas. Mis tropas están cansadas, alicaídas, espantadas de tanto bombardeo, de tanta fuerza incontrolable que significa el delatador. Ya no puedo más.

Todos aman al delatador sin saber que están contribuyendo a que acabe conmigo, que me venza por fin. Lo aman y lo fortalecen, pero cometen todos un error, él no sabe lo que es querer, ni retribuir; lo agigantan ignorando que a la larga terminará por utilizarlos también, y hasta destruirlos si se interponen en su camino. El delatador se vuelve poderoso con cada risa que provoca, con cada persona a la que convence, con cada mequetrefe que ridiculiza; y se sabe poderoso ante mí porque es más corajudo y bravucón, porque, contrariamente a mí, avanza temerario en la vida, sin responsabilidades ni inconvenientes; mientras que yo cada día me debilito más pensando en el mañana, en mi futuro, en nuestro futuro, tan poco deslumbrante e incierto, como el desdichado y abnegado mártir que todos ignoran que soy.

El delatador es muy astuto, casi no tiene debilidades; sabe que yo las tengo por montones, sabe que me cuesta ocultarlas, que les temo sobremanera, que en el único espacio donde me siento seguro es en mí mismo, que me oculto cual tortuga en su caparazón; sabe, también, que tengo enemigos (que también son los suyos, a veces y en cierta forma) y que como él, quieren verme hundido, pero no encuentran la manera de derrotarme. Él se las cuenta, me delata. Ahora que está tan de moda, les vende información confidencial, me vende completo, como si hubiera olvidado que sin mí no puede existir, a cambio de jolgorio y zambra soy cedido. Ventila, oliscón, todos mis defectos, mis cojeras, mi vida completa e intimidades vergonzosas, por eso la gente lo adora. Por eso todos lo celebran y se ríen de mí (pensando que conmigo), llaman valentía y desinhibición a esa vil traición, deplorable hasta en enemigos.

Todos le temen al delatador, y con razón; ha acabado cuando ha querido y como ha querido con todos sus enemigos y muchos míos, también; los ha humillado grosera y cruelmente. Brilla con luz propia dondequiera que desee lucir su peligrosa habilidad de transformar todo lo acumulado de su espionaje, robándole información a mi realidad y tomando posesión de mis secretos, en material explosivo, corrosivo y atractivo, en mentiras persuasivas y creíbles hasta para los más desconfiados oyentes y lectores.

El delatador siempre emerge, en cualquier momento y en cualquier lugar; ha adquirido el control absoluto en este aspecto.
Como consecuencia de las observaciones que hizo de todas las personas que nos rodean ha aprendido cómo comportarse con cada una, convirtiéndose así en un hipócrita consumado, pero peligroso; una víbora opaca, camuflada y peligrosa, un lobo cubierto de lana. Alimenta su ego con la necesidad de los otros de tenerlo cerca y alimentarse de sus mórbidas palabras, gestos y miradas; los utiliza a su manera, pero no puede controlarlos aún; se prostituye con ellos para volverlos adictos a su libido, a sus lujuriosas chácharas. Porque él no está con ellos por cariño, está siempre con ellos para poseer el poder suficiente que le permita luego ganar tanto dinero como sea posible, de la manera que sea posible, y así apartarlos y no verlos más. Son su entrenamiento y práctica. Son su alimento.

Su mentor es un personaje conocido y desconocido a la vez; es “público” porque mucha gente lo ve, lee y admira, y es desconocido porque sólo se muestra tal cual es con el delatador. Todos ignoran lo que a hurtadillas y con maleficencia traman juntos en conocidos cafés de Lima.
El delatador lo admira, pero sabe que en algún momento será necesario destruirlo, su mentor lo sabe, se lo ha escuchado decir, pero lo deja pasar, le gusta; sabe que su legado de astucia y disimulo verá un futuro seguro en las manos del delatador.

Nunca tiene miedo, yo siempre lo tengo, soy un cobarde consumado. Él es el que grita por mi boca, desde mi interior, cuando ha decidido hacer sufrir a mi chica; las lágrimas son mías cuando he decidido volver a batallar, querellarlo por hacerle mal al único que ser amo aquí, en Lima. Él trata de convencerme que no existe el amor.

Él es el que espera que a todos les vaya mal, que les vaya peor que a él; es él quien disfruta provocando profundas heridas en los que osan enfrentársele. Soy yo el que teme ser herido.

Él es el que sólo piensa en sexo, el que tiene fantasías inmundas, deseos y perversiones bajas y mordaces. Es él quien piensa que el dinero hace la felicidad y se ríe como un lunático cuando lo consigue a costa del sufrimiento de otros.
Es él quien va a negar todos estos ataques, con miradas de complicidad y risas fingidas.

Soy yo, quizá, la mejor parte que algunos han conocido y él la peor. Soy yo el que me disculpo cuando él enloquece y hiere. Soy yo el pusilánime que se ha resignado a ser un personaje menor del acontecer diario del mundo. Soy yo el avinagrado y parco que ríe con nadie, que casi no tiene amigos, que nunca se burla de los demás, que jamás pensaría en decir una procacidad, que respeta a las religiones y hasta reza. Es él quien me hace agnóstico a todo.

No estoy seguro de qué es lo que pretende, no sé bien si será mejor o peor su dominio sobre mí; quizá observarlo escondido acabar con mis dificultades sea mejor que seguir librando esta disímil cruzada que sólo me provoca más desaires.
Siendo, como soy, forzosamente, un oyente más y un lector más del delatador, temo el sentirme desnudo sin su poderosa presencia en mi ser; temo no ser tan distinto a él: resignado a ser mediocre; me reconozco a veces en él, sé que no puedo ser como él y decido odiarlo. Temo seguir temiendo.

No hay que amar al delatador, tampoco hay que temerle. Hay que aceptar que la peor parte está por venir, solamente.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Añoro

¿Cuándo será, hermanos,
que un domingo de misa,
por pesares tercos,
recalcitrantes,
nos dispongamos
a la mesa, libres
del adiestramiento en
la mezquindad
para aprender a aceptarnos?

¿Cuándo será, hermanos?

Que un domingo agrio,
con el sol norteño,
sin pesares y holgados
disfrutemos sin usura
de las leyes de la sangre.

¿Cuándo será, hermanos?

Que rememoremos
los tiempos mozos de
la célibe estructura familiar,
que núbil y cándida,
ardía a todos con su calor.

Vocación de crío

De niño siempre pensaba en que quería ser ingeniero, firmar cartas antecediendo a mi nombre un ING importantísimo, que me llamaran ingeniero Marco Vásquez, con respeto, como a mi padre, y que, como a él, obedecieran y respetaran; quería tener un escritorio en algún lugar lejano de mi casa (y otro alejado de ella) que dijera: Director, como el de mi papá, y quería que me dejaran meter los goles cuando se fugaba fútbol y hacer los puntos cuando se jugaba voley.

No tenía ni idea, como va quedando sobradamente en evidencia, de lo que era ser un ingeniero. Pero en ese momento estaba apasionado por la idea, así que viajaba constantemente acompañando a mi padre por todo el Perú, esperando encontrar, como siempre sucedía, al final del camino un palacio, un cuarto, un edificio que tuviera adentro, en un rincón alejado, el escritorio del Director y una silla giratoria al costado reservada para su hijo, el que quería ser Director y reemplazar a papá en su tarea.
Alimentaba de esa manera el ansia que sentía por crecer y estudiar ingeniería.

Además, por aquellos tiempos, era el único hijo de mis padres (creo que mi primer hermano estaba en camino, confabulando mi derrota en la batalla por el cariño de papi y mami) y vivía notoriamente holgado, disfrutando y acostumbrándome a complacencias costosas y exuberantes. Estaba decidido: Sería ingeniero (o por lo menos firmaría como uno).

En secreto robaba los sellos de mi padre, las hojas, los expedientes, todo. Los guardaba para mí, al fin y al cabo decían: Ingeniero Marco Vásquez. Director. Me ahorraría dinero si usaba esos y no compraba otros: pensaba sonriente, ondulado, orejón y convencido.

Pero sucedió.

Siempre he pensado que estar en un aula reprime el potencial creativo e imaginativo de un niño, llegando al punto, incluso, de paliar sus aspiraciones y sueños (por eso es que procuro esmeradamente no estar en ninguna).
Acelerada y atropellada pasó mi primaria con algunos recuerdos memorables, felices. Esperaba al fin de cada año para que me dieran el diploma, me felicitaran y todo; éramos sólo once los premiados y doscientos los ausentes, siempre creí que era injusto y denigrante que a tamaña cantidad de niños infecundos se les obligara a aplaudirnos por algo que yo no entendía bien, por cartulina y una foto. Mi mamá estaba feliz, yo no. En la cartulina decía todo menos ING.
La profesora decía que eso era lo que todos nosotros queríamos, que estudiáramos para conseguirlo, que ese diploma nos haría felices. Mandona y convincente era la profesora de las faldas pequeñas y las blusas transparentes.
Pero yo quería ser ingeniero y esperaba bien obediente a diciembre del próximo año a ver si esta vez lo notaban y ponían ING antes de mi nombre.

Vino la secundaria, los vellos, la nueva voz, el crecimiento, la masturbación y luego el sexo torpe; y hasta ahí todo bien, pero llegaron también, dispuestos a arruinarme la vida: los algoritmos, las quebradas, funciones y todo eso que soporté, y en lo que resalté, por tres años. Los últimos dos aprobé o porque en los colegios del Opus a los profesores les gustan ondulados, o porque a los profesores les gustaba darle la mano a mi papá. Lo cierto es que me divorcié de los números, de la matemática, de mis sueños infantiles y de la mesa con placa que dijera: Director, con sus sellos y papeles ordenados.
Una tarde de invierno, mientras veía “Cara Cortada, el precio del poder” quise ser Al Pacino, o mejor dicho, Tony Montana, porque a pesar de haber aprendido tan bien el arte del histrionismo en la secundaria, sabía que en el Perú para ser actor había que ser modelo y malhablado y yo no calificaba para ninguno de los dos requerimientos. Me gustaba solamente un requisito secundario desprendible del primero: estar dispuesto a desnudarse frente a cámaras y ensayar durante horas la escena del sexo con una modelo malhablada.
Pero quería ser Tony Montana. Me gustaban los autos caros (a pesar que no sabía, ni sé, nada ellos), las mujeres dispuestas, las armas y la droga; era perfecto para mí. Lastimosamente descubrí rápido que no era lo mío, pues se tenía que estar dispuesto a todo y yo no estaba dispuesto a nada, a pesar de eso practiqué unas veces, pero nunca llegué a las grandes ligas.

Rescaté algo de mi ambiciosa carrera por ser un ingeniero: el gusto por viajar. Amo viajar (a veces más lejos de lo que debería y lo que está permitido). Inclusive amo ir a la casa de mi chica y volver a la mía, que se encuentran separadas, maléficamente, por dos horas, para ver el camino, los carros feos, la Lima gris, la Lima bonita, y mirar a las personas correr como drogadictos de un lugar a otro.

Por eso ahora, consecuencia de uno de mis viajes, el más largo y provechoso, descubrí en la librería Crisol del Jockey Plaza – en la sección infantil – que quería ser escritor.

Hacía buen tiempo para las radios, para mí era horrible; estaba libre y mi chica quería que paseáramos. Fuimos al Jockey convencidos que encontraríamos algo que hacer. Fallamos. De todas formas fuimos a comer algo y después, para no sentir el bandullo lleno y pesado, curioseamos en Crisol; nos agachamos a ver los libros, ella va a la parte de sexualidad, me llama, lujuriosos planeamos en silencio, cómplices; estamos cansados ahora y queremos sentarnos, los libros me fascinan, quiero leerlos todos, ella encuentra una mesa ridículamente pequeña y mal adornada que parece ser la sección infantil, comprendimos al ver que estaba vacía porqué en el país seguían existiendo niños babositos que hablan como el carajo, con barbarismos y notoria influencia de las animaciones estadounidenses que pasan en el cable; nos sentamos y no cabemos, vemos un espacio escalonado a la izquierda, perfecto; ella se queda ojeando, husmeando, yo secuestro un libro de Saramago, vilmente y con pecaminosidad, lo conduzco hasta mi nuevo recinto, le quito disimuladamente el plástico que lo envuelve y lo devoro enseguida. Así con Vargas Llosa, así con Ovejero, así con todos, excepto con Beto Ortiz, al que escupí con asco y malquerencia, y él que decía un: “Por favor, no me beses”, que debió ser una súplica de “Por favor, no me escupas”.

Así, burlándome de mi trillado pasado colegial, de mi secundaria libidinosa, prepotente y tóxica, de mi primaria precoz, llorona, de mis profesoras con piernas largas y blusas translúcidas, de mis profesores del Opus, chistosos, irrisibles y mandones, de la represión que son las aulas, las carpetas, las pizarras, de todo; burlándome de todo vuelvo a ser un niño, vuelvo a soñar con el futuro, con mis bigotes y mis barbas; y vuelvo a ver sonriente, ondulado y orejón la vida tan curiosa como es.

Ahora quiero ser ingeniero y tener mi escritorio, mis sellos, mis papeles; quiero ser abogado y, bueno la razón la sigo pensando; quiero ser narcotraficante porque me gusta el poder, quiero ser escritor porque deseo ser libre.
Quiero ser escritor porque quiero ser un niño por siempre.