domingo, 1 de noviembre de 2009

Vocación de crío

De niño siempre pensaba en que quería ser ingeniero, firmar cartas antecediendo a mi nombre un ING importantísimo, que me llamaran ingeniero Marco Vásquez, con respeto, como a mi padre, y que, como a él, obedecieran y respetaran; quería tener un escritorio en algún lugar lejano de mi casa (y otro alejado de ella) que dijera: Director, como el de mi papá, y quería que me dejaran meter los goles cuando se fugaba fútbol y hacer los puntos cuando se jugaba voley.

No tenía ni idea, como va quedando sobradamente en evidencia, de lo que era ser un ingeniero. Pero en ese momento estaba apasionado por la idea, así que viajaba constantemente acompañando a mi padre por todo el Perú, esperando encontrar, como siempre sucedía, al final del camino un palacio, un cuarto, un edificio que tuviera adentro, en un rincón alejado, el escritorio del Director y una silla giratoria al costado reservada para su hijo, el que quería ser Director y reemplazar a papá en su tarea.
Alimentaba de esa manera el ansia que sentía por crecer y estudiar ingeniería.

Además, por aquellos tiempos, era el único hijo de mis padres (creo que mi primer hermano estaba en camino, confabulando mi derrota en la batalla por el cariño de papi y mami) y vivía notoriamente holgado, disfrutando y acostumbrándome a complacencias costosas y exuberantes. Estaba decidido: Sería ingeniero (o por lo menos firmaría como uno).

En secreto robaba los sellos de mi padre, las hojas, los expedientes, todo. Los guardaba para mí, al fin y al cabo decían: Ingeniero Marco Vásquez. Director. Me ahorraría dinero si usaba esos y no compraba otros: pensaba sonriente, ondulado, orejón y convencido.

Pero sucedió.

Siempre he pensado que estar en un aula reprime el potencial creativo e imaginativo de un niño, llegando al punto, incluso, de paliar sus aspiraciones y sueños (por eso es que procuro esmeradamente no estar en ninguna).
Acelerada y atropellada pasó mi primaria con algunos recuerdos memorables, felices. Esperaba al fin de cada año para que me dieran el diploma, me felicitaran y todo; éramos sólo once los premiados y doscientos los ausentes, siempre creí que era injusto y denigrante que a tamaña cantidad de niños infecundos se les obligara a aplaudirnos por algo que yo no entendía bien, por cartulina y una foto. Mi mamá estaba feliz, yo no. En la cartulina decía todo menos ING.
La profesora decía que eso era lo que todos nosotros queríamos, que estudiáramos para conseguirlo, que ese diploma nos haría felices. Mandona y convincente era la profesora de las faldas pequeñas y las blusas transparentes.
Pero yo quería ser ingeniero y esperaba bien obediente a diciembre del próximo año a ver si esta vez lo notaban y ponían ING antes de mi nombre.

Vino la secundaria, los vellos, la nueva voz, el crecimiento, la masturbación y luego el sexo torpe; y hasta ahí todo bien, pero llegaron también, dispuestos a arruinarme la vida: los algoritmos, las quebradas, funciones y todo eso que soporté, y en lo que resalté, por tres años. Los últimos dos aprobé o porque en los colegios del Opus a los profesores les gustan ondulados, o porque a los profesores les gustaba darle la mano a mi papá. Lo cierto es que me divorcié de los números, de la matemática, de mis sueños infantiles y de la mesa con placa que dijera: Director, con sus sellos y papeles ordenados.
Una tarde de invierno, mientras veía “Cara Cortada, el precio del poder” quise ser Al Pacino, o mejor dicho, Tony Montana, porque a pesar de haber aprendido tan bien el arte del histrionismo en la secundaria, sabía que en el Perú para ser actor había que ser modelo y malhablado y yo no calificaba para ninguno de los dos requerimientos. Me gustaba solamente un requisito secundario desprendible del primero: estar dispuesto a desnudarse frente a cámaras y ensayar durante horas la escena del sexo con una modelo malhablada.
Pero quería ser Tony Montana. Me gustaban los autos caros (a pesar que no sabía, ni sé, nada ellos), las mujeres dispuestas, las armas y la droga; era perfecto para mí. Lastimosamente descubrí rápido que no era lo mío, pues se tenía que estar dispuesto a todo y yo no estaba dispuesto a nada, a pesar de eso practiqué unas veces, pero nunca llegué a las grandes ligas.

Rescaté algo de mi ambiciosa carrera por ser un ingeniero: el gusto por viajar. Amo viajar (a veces más lejos de lo que debería y lo que está permitido). Inclusive amo ir a la casa de mi chica y volver a la mía, que se encuentran separadas, maléficamente, por dos horas, para ver el camino, los carros feos, la Lima gris, la Lima bonita, y mirar a las personas correr como drogadictos de un lugar a otro.

Por eso ahora, consecuencia de uno de mis viajes, el más largo y provechoso, descubrí en la librería Crisol del Jockey Plaza – en la sección infantil – que quería ser escritor.

Hacía buen tiempo para las radios, para mí era horrible; estaba libre y mi chica quería que paseáramos. Fuimos al Jockey convencidos que encontraríamos algo que hacer. Fallamos. De todas formas fuimos a comer algo y después, para no sentir el bandullo lleno y pesado, curioseamos en Crisol; nos agachamos a ver los libros, ella va a la parte de sexualidad, me llama, lujuriosos planeamos en silencio, cómplices; estamos cansados ahora y queremos sentarnos, los libros me fascinan, quiero leerlos todos, ella encuentra una mesa ridículamente pequeña y mal adornada que parece ser la sección infantil, comprendimos al ver que estaba vacía porqué en el país seguían existiendo niños babositos que hablan como el carajo, con barbarismos y notoria influencia de las animaciones estadounidenses que pasan en el cable; nos sentamos y no cabemos, vemos un espacio escalonado a la izquierda, perfecto; ella se queda ojeando, husmeando, yo secuestro un libro de Saramago, vilmente y con pecaminosidad, lo conduzco hasta mi nuevo recinto, le quito disimuladamente el plástico que lo envuelve y lo devoro enseguida. Así con Vargas Llosa, así con Ovejero, así con todos, excepto con Beto Ortiz, al que escupí con asco y malquerencia, y él que decía un: “Por favor, no me beses”, que debió ser una súplica de “Por favor, no me escupas”.

Así, burlándome de mi trillado pasado colegial, de mi secundaria libidinosa, prepotente y tóxica, de mi primaria precoz, llorona, de mis profesoras con piernas largas y blusas translúcidas, de mis profesores del Opus, chistosos, irrisibles y mandones, de la represión que son las aulas, las carpetas, las pizarras, de todo; burlándome de todo vuelvo a ser un niño, vuelvo a soñar con el futuro, con mis bigotes y mis barbas; y vuelvo a ver sonriente, ondulado y orejón la vida tan curiosa como es.

Ahora quiero ser ingeniero y tener mi escritorio, mis sellos, mis papeles; quiero ser abogado y, bueno la razón la sigo pensando; quiero ser narcotraficante porque me gusta el poder, quiero ser escritor porque deseo ser libre.
Quiero ser escritor porque quiero ser un niño por siempre.

1 comentario:

  1. WOWWWWWWWWWWWWWWWWWWWW...realmente alucinante marco...me gusto mucho tu post...esta bien bacan todo..felicitaciones...sigue asi tio^^

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