miércoles, 4 de agosto de 2010

El dios deicida

Es un sentimiento que se repite obstinadamente, una constante que el destino ha querido reproducir una y otra vez en su vida, acaso para recordarle que no está solo, pero viviría mejor si lo estuviera. El joven sale a la calle para encontrarse con las muchas sombras danzantes, siluetas conocidas, pero ajenas, lejanas en una ciudad distante, llena de escépticos y derrotistas. En esta Lima, la fea, la gris, la loca. En esta Lima jipata y enferma donde nadie parece estar nunca realmente feliz, sino más bien angustiado y harto de la condena que significa vivir ahí.

El joven camina lento, sin prisa, sabe que no tiene a donde ir y, si de él dependiera, no regresaría nunca, pero tiene que volver porque no está solo. La anciana que vive con él ocasionalmente y que lo atiende con cariño de vez en vez es su abuela, él sabe que morirá pronto y que lo necesita, que necesita a alguien, a cualquiera, pero no conoce a nadie más que a él, sabe que le debe mucho y que la quiere y porque la quiere desea que cuando muera no se sepa sola, como él.

Lleva una bufanda negra, un polo, y sobre él una chompa gris a rayas, y sobre ella un blazer negro. Sus zapatos están gastados, pero a él no le importa, pudiera usar otros si no le resultaran tan incómodos. Rara vez se viste diferente, más ligero, le gusta llevar mucha ropa encima para siempre sentir calor, el frío le recuerda la muerte y, por alguna extraña razón, él se siente muy cerca de ella, no lo deja en paz la corazonada de que cada día pudiera ser su último día, como si los minutos que pasan le anunciaran una cercana y violenta muerte. Como si de repente: ¡PAM! todo se fuese a acabar.

Siempre va meditabundo, melancólico, como si algo le apenara y, efectivamente, es así. Algo le está envenenando el alma, lo está corroyendo desde adentro, desde sus vísceras y le da náuseas, lo marea y lo hace sudar, pero no sabe qué es. En esos momentos le gusta recordar cuando era niño y jugaba en la hacienda de su abuelo en el norte, que recuerda verde, azul estanque, con olor a césped mojado, las paredes cubiertas de tepe, las gotas que eyaculan las piletas, cristalinas, saltando y repiqueteando, de color amarillo, relejando el sol, los columpios coloridos, el silencio y los discos del abuelo marcando a lo lejos el compás del viento, el árbol de tabaco y sus hojas secas encendidas en un cigarrillo hecho con las hojas finas de la santísima Biblia, que poco o nada importaban, era como un lugar virgen, inmaculado del tiempo y de la historia. Esos fueron sus días felices, así los recuerda sonriendo en la garúa de la mañana camino a la universidad. Así se olvida por un momento del frío y de las náuseas y, por un instante, todo toma color, deja de ser gris para convertirse en una película en multicolor de su vida.

Pero no siempre le basta con los bonitos recuerdos de su infancia, la mayoría de las veces necesita de las píldoras. El joven es adicto a ellas y las consume para dormir, para no dormir, para estar tranquilo, para no llorar y, de vez en cuando, para llorar un poco; las píldoras son muy fuertes, pero su amigo el doctor no tiene reparo en recetárselas y él en consumirlas encantado. Está enfermo por las pastillas, le han dañado el hígado y le dan pesadillas, pero si deja de tomarlas está seguro que enfermará más, que morirá sufriendo, que no podrá dormir nunca, ni despertarse nunca, por eso las toma, para alivianar y resguardarse de la ignominia que significa vivir. En el cuarto que ocupa, entre el desorden de libros (muchos libros), papeles importantes, algunas monedas, colillas de cigarro, están regadas en un platillo de plata todas las pastillas, él ha aprendido a reconocerlas por el tamaño, sabe cuál es cuál y qué efectos estragozos desembocan en su cuerpo, al lado hay dos cartones de jugo de manzana y un vaso limpio que la abuela deja ahí todas las mañanas. La abuela sabe que va a morir, sabe que es probable que su nieto también, pero ha aprendido a lidiar con eso, la muerte se ha convertido en una realidad frecuente de la casa, donde a veces aterrizan en vuelos suicidas los pajaritos que buscan cobijo de la lluvia o las mariposas que se consumen en el fuego de las velas que el joven prende en el patio cuando quiere fumar.

En ese cuarto él pasa la noche escribiendo. Quiere ser escritor, siempre ha querido ser un escritor, como su abuelo, siempre le ha gustado lidiar con sus demonios, rebelarse, disentir de esta realidad que le parece una mierda. Porque eso hace cuando escribe, se rebela, critica, destruye y vuelve a crear, juega a ser dios, porque quiere ser dios, y más que eso, quiere ser un dios capaz de asesinarse, capaz de acabarse, él es el deicida por antonomasia.

Junto a su computadora escribe entre dos luces. Escribe y vive como él quiere vivir, como cuando era un niño, vive con quien quiere vivir, solo.

El joven ha aprendido, como un equilibrista, a estar listo para afrontar las zarandeadas de la vida cuando estas llegan, ha aprendido a resignarse al caos del mundo, a saber que no va a poder cambiarlo, e inclusive, a sacar provecho de él. El joven escritor es un artista, un maestro del histrionismo, un mentiroso profesional, nunca se muestra triste ni acongojado con nadie, sonríe para otros como jamás sonríe para si mismo, se prostituye para ellos, por eso siempre se siente vacío y violentado.

Cada vez que el joven escritor, que es más bien un escribidor, escribe, se siente libre y olvida por un instante la muerte. Cada vez que el joven escribidor ríe, conversa, es atento, amable comedido y risueño con alguien siente que está a punto de morir, que cada vez que hace un comentario travieso y mientras más ríe la otra persona, algo dentro de él se agita y lo va matando, buscando salir, cuanto más se esfuerce el escribidor por ignorarlo, la culpa y la certeza que está ahí lo consumen y terminan por volverlo loco. Es un tumor virulento que un día le creció en las tripas, en entrañas, y aún no desaparece. Un tumor que le oscurece los días y le acaba la existencia.

El joven es un escribidor porque a falta de talento ha decidido encogerse de hombros y ampararse en el siempre dudoso mérito de la terquedad. Es un escribidor porque es un escritor frustrado, que nunca se ha consagrado como tal, un remedo de escritor, frívolo, banal, trivial y aburrido. Lujurioso y lascivo, peligroso y ponzoñoso, siempre levantado contra la arbitrariedad y la religión. Un insurrecto irredento que podría ser más un terrorista o un guerrillero, antes que un verdadero literato.

Si se tiene en cuenta que existe vida hace millones de años, todo el tiempo que vivas, sea mucho o poco para una persona, será una insignificancia. El joven escribidor seguirá andando triste hasta la universidad, leyendo y escribiendo en vano, haciendo las veces de payaso y jugando a ser el parlanchín, el lenguaraz despreocupado, ocioso, haragán y altivo que todos creen que es, mientras ese tumor que tiene, quizá producto de su fracaso como escritor, siga creciendo hasta que por fin, esos minutos vaticinantes que pasan fríos, cumplan con su tarea y lo despidan de este mundo de una vez por todas.

Mientras tanto, ese sentimiento obstinado, seguirá reproduciéndose una y otra vez en su vida para demostrarle que, en realidad, sí está solo.

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