domingo, 14 de agosto de 2011

Martes

Uno. El ocio es la madre del arte.

Martes 30 de Noviembre, dos y veintisiete de la madrugada.

Tengo más tiempo libre del que deseo. No soy una persona muy activa: detesto hacer ejercicio, levantarme temprano, salir por las tardes, ir de compras, salir a comer fuera. Me gusta leer, me encanta escribir. ¿Qué escribo? Cualquier cosa. ¿Qué leo? Cualquier cosa. A menudo me pregunto qué es lo que quiero hacer más adelante, digamos, cuando necesite dinero, cuando mis padres se aburran de mantenerme; casi nunca sé con exactitud cómo responderme para alivianar la culpa que me abruma al recordar mi condición de ocioso profesional. No sé qué coño voy a hacer (y tal vez sea un tanto mejor así). Esa es la verdad. Pero sé qué no voy a dejar de hacer: escribir. Si no soy bueno ¿qué importa? He aprendido a lidiar con eso, a refugiarme en el dudoso mérito de la terquedad. No sé con exactitud si soy un escritor, puesto que no existe candidatura alguna ni carrera universitaria conocida luego de la cual pudiera reconocérseme como tal, pero al menos porfío por serlo. Me gusta escribir más que irme de fiesta, más que embriagarme como cosaco, más que conversar con mis amigos.

Dos. Escribir sin pudor es igual a no tenerlo.

Martes 30 de Noviembre, dos y cuarenta y siete de la madrugada.

¿Puede alguien que no ha leído jamás un libro de Víctor Hugo ser escritor? No lo sé, espero sinceramente que sí. Diré a mi favor que he adquirido recientemente cuatro de sus libros y espero terminarlos antes de la navidad. De todas formas, jamás he sentido necesaria ninguna referencia, porque cuando escribo es solo una polución más, una extensión de mis vísceras rojas y enfermas al papel, una mancha en la pantalla del computador con una visa de residencia timbrada por mí. He aprendido que la imitación es una costumbre en gran medida contraproducente, puesto que nunca podría superar a quien imite en la ardua tarea de ser él mismo. Porque uno es lo que escribe y lo que deja de escribir. Difícilmente podría escribir una novela erótica quien lleva una vida circunspecta y se la pasa ufanándose por ello. Si lo consigue estará faltando, desde el instante en la que perpetra y publica, al pudor que practica (y casi siempre, pregona). Escribir sin pudor es igual a no tenerlo y no hay nada de malo en ello.

Tres. Quiero irme de aquí.


Martes 30 de Noviembre, dos y cincuenta y cuatro de la madrugada.

Me da miedo quedarme en Lima, en el Perú. Me da miedo quedarme física o metafísicamente. Quedarme encadenado a mi precoz pasado giróvago que ha visto sus peores días entre el sudor y el llanto de las madrugadas. Quiero tomar a mi chica del brazo y marcharme con ella a Miami. Tomar todo el dinero que tengo (y el que no tengo) y comprar una casa en una isla bonita. Una casa de madera donde pueda vivir entre pelícanos y los discordantes, ásperos, graznidos de las gaviotas; con un porche decorado por mi chica y sin botiquín médico. Bajar a la playa y caminar por la orilla con ella y sentir el viento en mi rostro. Me da miedo morir aquí y que mi existencia, mi recuerdo, se disipe en esta tierra que siempre me fue hostil; se pierda en territorio enemigo, paseándose entre gentes que lo condenarán a permanecer aquí hasta perderse.

Cuatro. Frío en Buenos Aires.

Un viernes cualquiera de hace algún tiempo, alrededor de las seis de la tarde.

Sonaba la canción París, de La Oreja De Van Gogh en una radio de mano que tenía una señorita de nariz curiosamente pequeña sentada en la mesa de al lado. Yo estaba escribiendo un poema en una libreta de hojas amarillas y tapa negra que me regaló mi amigo el escritor. Era feliz en ese lugar, tan lejos de casa. Aunque perdido, incomprensiblemente cómodo. Solo había podido pagar un café americano y me quedaba un cigarrillo en la cajetilla que compré en el aeropuerto, que es un loquerío, un pandemonio agradable que te da una idea de lo que vendrá al salir. Por alguna razón supe que yo quería pasar mis días así: feliz, aunque no tuviera ni un centavo; cómodo, aunque no sepa cómo volver al hotel; escribiendo.

Cinco. Extraño.

Martes 30 de Noviembre, tres y once de la madrugada.

Me siento extraño. No sé si sea porque extraño a mi chica. No sé si sea extraño soñar todos los días con ella, o sea sencillamente que la extraño. Shakespeare (y posteriormente una moza portuguesa) escribió: Solo se extraña lo que se olvida. Se leía lógico, pensé que lo era. Es extraño, pero ¿cómo puedes extrañar algo que no recuerdas? Solo sé que me siento extraño cuando te extraño y te extraño porque no te he olvidado, te extraño porque siempre te recuerdo, honey.
Es extraño, pero aunque tenga más tiempo ahora, no duermo más que antes. Me madrugo escribiendo.
Extraño el café de Buenos Aires, extraño lo que me transmitía, extraño lo que sentía. Y aunque suene extraño, quiero vivir así toda mi vida (que tampoco será mucho).

Chiclayo, 2010.

1 comentario:

  1. Chiclayo es más bonito que Buenos Aires, y hasta más complicado. Atte. Linterna verde.

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