No sé porqué escribo. Tal vez sea la mejor forma que he encontrado de hacer catarsis, de calatearme emocionalmente como no me atrevo a hacer físicamente (menos por razones de mínima circunspección que por vergüenza).
No sé tampoco porqué tengo un blog si no hay nadie que lo lea – hasta donde sé – y, sinceramente, a veces deseo que sea así.
Una vez un amigo mío poco amigable me escribió en un e-mail que envió como respuesta a otro que le escribí unos días antes invitándolo a leer lo que pensé podría ser el primer capítulo de mi primer libro, Parisina, diciéndome que los blogs son el premio consuelo de los columnistas frustrados a los que ningún periódico daría una columna ni por joder, como costa en una de las publicaciones que escribe y publica en su website, y que su tribuna virtual era todo menos un blog.
Yo le había escrito, ingenuo, contándole que había leído algunas de sus columnas en su “blog” y me habían parecido ocurrentes, divertidas y algunas de un retintín agudo y perspicaz. Por lo visto, erré estrepitosamente en mi afán de parecer amable y cordial, un muchacho que merece una crítica como la suya de su primer manuscrito, más bien tecleado. Tanta fue su indignación por mi frase infeliz, de la cual no me arrepiento porque sigue pareciéndome a mí, y a todos, creo, que su website es un blog grande, sobre decorado, que solo respondió con respecto al escrito: “Me gustó, no es un bodrio, pensé que lo sería pero me equivoqué. Sigue así. Suerte. PD: Envíame una foto”.
De todos modos, creo que tiene razón. Al fin y al cabo ¿quién lee esto?
Me toma seis minutos de mi vida escribir una publicación corta, como esta, y subirla al blog o al facebook ¿para qué?
Ahora que he querido interrumpir la tarea en la que he estado abstraído infatigablemente todas las madrugadas de los últimos meses, que es continuar escribiendo Parisina y bosquejar lo que podría ser mi segundo libro, novela, como quieran llamarlo, lo he hecho únicamente para, una vez más, hacer otro burdo striptease interior en esta casa de lenocinio en la que se ha convertido mi página personal. Personal, quizá, porque yo soy la única persona que lo visita (y ni siquiera constantemente) y lee.
A veces, casi siempre, el sentimiento amargo de la soledad es el mejor argumento literario. A veces, esa misma soledad te puede convertir en un ser envilecido, acanallado y, por qué no, prostibulario o kamikaze.
Al fin y al cabo, el artista siempre es responsable (solo) de su obra, lo dijo Faulkner, y aunque yo no sé bien si soy un artista, me gusta pensar que tal vez lo sea, y por eso no me importa convertirme en un hombre despiadado, literalmente despiadado, para que de esa forma, en el peor (o mejor) de los casos, pueda ser considerado un artista, un artista de la discordia, un perito de la imprudencia.
Una vedette emocional que saltó a la fama por sus meneos atrevidos y su calateo sensual, por la transparencia de sus ropas, de su poca ropa, que siempre permite ver más allá de lo evidente. Ese soy yo, el que desnuda su interior y expulsa sus demonios con una visa de residencia en el papel o en la pantalla.
En el mejor de los casos, una meretriz intelectual.
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