jueves, 22 de octubre de 2009

Te querellaré, omelet de fieras

Desde la maleza donde permanece escondido, con ojos de cuarzo, marrón y dorado, observa impasible, silente. Con los tendones tensos y el cuerpo acurrucado, disponiéndose para erguirse enérgico y atravesar las llanuras herbáceas robándole divinidad a los dioses y rapidez al viento, olfateando el miedo y desenfundando las garras. Hermoso, desde la elegante cola señorial, reposada en el suelo para permanecer oculto, y bello, hasta los filosos marfiles blancos, acentuados y notorios por el contraste con el azabache sedoso entre el amarillo ocaso de su espalda y rostro. Las dos patas delanteras firmes, extendidas en la llanura, las traseras retraídas. Está listo. Espera sólo la señal del viento para que acalle sus pasos, la complicidad del ambiente para impulsarlo en su carrera y el óbolo de los carroñeros y su pantano para cercar el camino.
Distraes la vista, bajas el arma, símbolo de tu arrogancia, de tu jactancia e irreverencia, limpias tu sudor y un segundo después todo ha acabado. Intempestivo, hiere el golpe, letal el pulso, mortíferos los colmillos, implacable, y bello, el asesino, erguido espera que lo aprecies, que lo comprendas, que lamentes.
El tigre, una vez más, ha mostrado su arte. Y así, sin más, se marcha, dejándote a merced de una muerte segura, se lleva sólo tu arrogancia y espera que, por falta de ella, mueras. Te conoce, los conoce a todos, tristes seres humanos, una vez más les ha demostrado que este mundo no es el suyo.
Te devoraré apasionadamente, con febril desenfreno, y bello, para demostrarte, intruso, que mi tierra, mi mundo, no es el tuyo.

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