domingo, 14 de agosto de 2011

Martes

Uno. El ocio es la madre del arte.

Martes 30 de Noviembre, dos y veintisiete de la madrugada.

Tengo más tiempo libre del que deseo. No soy una persona muy activa: detesto hacer ejercicio, levantarme temprano, salir por las tardes, ir de compras, salir a comer fuera. Me gusta leer, me encanta escribir. ¿Qué escribo? Cualquier cosa. ¿Qué leo? Cualquier cosa. A menudo me pregunto qué es lo que quiero hacer más adelante, digamos, cuando necesite dinero, cuando mis padres se aburran de mantenerme; casi nunca sé con exactitud cómo responderme para alivianar la culpa que me abruma al recordar mi condición de ocioso profesional. No sé qué coño voy a hacer (y tal vez sea un tanto mejor así). Esa es la verdad. Pero sé qué no voy a dejar de hacer: escribir. Si no soy bueno ¿qué importa? He aprendido a lidiar con eso, a refugiarme en el dudoso mérito de la terquedad. No sé con exactitud si soy un escritor, puesto que no existe candidatura alguna ni carrera universitaria conocida luego de la cual pudiera reconocérseme como tal, pero al menos porfío por serlo. Me gusta escribir más que irme de fiesta, más que embriagarme como cosaco, más que conversar con mis amigos.

Dos. Escribir sin pudor es igual a no tenerlo.

Martes 30 de Noviembre, dos y cuarenta y siete de la madrugada.

¿Puede alguien que no ha leído jamás un libro de Víctor Hugo ser escritor? No lo sé, espero sinceramente que sí. Diré a mi favor que he adquirido recientemente cuatro de sus libros y espero terminarlos antes de la navidad. De todas formas, jamás he sentido necesaria ninguna referencia, porque cuando escribo es solo una polución más, una extensión de mis vísceras rojas y enfermas al papel, una mancha en la pantalla del computador con una visa de residencia timbrada por mí. He aprendido que la imitación es una costumbre en gran medida contraproducente, puesto que nunca podría superar a quien imite en la ardua tarea de ser él mismo. Porque uno es lo que escribe y lo que deja de escribir. Difícilmente podría escribir una novela erótica quien lleva una vida circunspecta y se la pasa ufanándose por ello. Si lo consigue estará faltando, desde el instante en la que perpetra y publica, al pudor que practica (y casi siempre, pregona). Escribir sin pudor es igual a no tenerlo y no hay nada de malo en ello.

Tres. Quiero irme de aquí.


Martes 30 de Noviembre, dos y cincuenta y cuatro de la madrugada.

Me da miedo quedarme en Lima, en el Perú. Me da miedo quedarme física o metafísicamente. Quedarme encadenado a mi precoz pasado giróvago que ha visto sus peores días entre el sudor y el llanto de las madrugadas. Quiero tomar a mi chica del brazo y marcharme con ella a Miami. Tomar todo el dinero que tengo (y el que no tengo) y comprar una casa en una isla bonita. Una casa de madera donde pueda vivir entre pelícanos y los discordantes, ásperos, graznidos de las gaviotas; con un porche decorado por mi chica y sin botiquín médico. Bajar a la playa y caminar por la orilla con ella y sentir el viento en mi rostro. Me da miedo morir aquí y que mi existencia, mi recuerdo, se disipe en esta tierra que siempre me fue hostil; se pierda en territorio enemigo, paseándose entre gentes que lo condenarán a permanecer aquí hasta perderse.

Cuatro. Frío en Buenos Aires.

Un viernes cualquiera de hace algún tiempo, alrededor de las seis de la tarde.

Sonaba la canción París, de La Oreja De Van Gogh en una radio de mano que tenía una señorita de nariz curiosamente pequeña sentada en la mesa de al lado. Yo estaba escribiendo un poema en una libreta de hojas amarillas y tapa negra que me regaló mi amigo el escritor. Era feliz en ese lugar, tan lejos de casa. Aunque perdido, incomprensiblemente cómodo. Solo había podido pagar un café americano y me quedaba un cigarrillo en la cajetilla que compré en el aeropuerto, que es un loquerío, un pandemonio agradable que te da una idea de lo que vendrá al salir. Por alguna razón supe que yo quería pasar mis días así: feliz, aunque no tuviera ni un centavo; cómodo, aunque no sepa cómo volver al hotel; escribiendo.

Cinco. Extraño.

Martes 30 de Noviembre, tres y once de la madrugada.

Me siento extraño. No sé si sea porque extraño a mi chica. No sé si sea extraño soñar todos los días con ella, o sea sencillamente que la extraño. Shakespeare (y posteriormente una moza portuguesa) escribió: Solo se extraña lo que se olvida. Se leía lógico, pensé que lo era. Es extraño, pero ¿cómo puedes extrañar algo que no recuerdas? Solo sé que me siento extraño cuando te extraño y te extraño porque no te he olvidado, te extraño porque siempre te recuerdo, honey.
Es extraño, pero aunque tenga más tiempo ahora, no duermo más que antes. Me madrugo escribiendo.
Extraño el café de Buenos Aires, extraño lo que me transmitía, extraño lo que sentía. Y aunque suene extraño, quiero vivir así toda mi vida (que tampoco será mucho).

Chiclayo, 2010.

martes, 2 de agosto de 2011

Dejaré de tocarte sin tocarte

soñarte es cohecho,
otra vez pagan tus pechos.
de nuevo las erecciones rabiosas
la fiebre, las caricias, los celos
morir de despecho.
miro tu foto y veo sueños mojados.

porque nunca te tuve,
pero siempre te estuve esperando
maquillado con labial de cóncavo
esperando tu rimel convexo,
en las vísperas de cualquier enredado
contrato draconiano por sexo.

dejaré de tocarte
sin tocarte.

sin usar las manos frías
del fumador consagrado,
enfermo, mutilado...
el comopolita impostado
no besará tus mejillas
mientras enfría tus pechos.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El artista

No sé porqué escribo. Tal vez sea la mejor forma que he encontrado de hacer catarsis, de calatearme emocionalmente como no me atrevo a hacer físicamente (menos por razones de mínima circunspección que por vergüenza).

No sé tampoco porqué tengo un blog si no hay nadie que lo lea – hasta donde sé – y, sinceramente, a veces deseo que sea así.

Una vez un amigo mío poco amigable me escribió en un e-mail que envió como respuesta a otro que le escribí unos días antes invitándolo a leer lo que pensé podría ser el primer capítulo de mi primer libro, Parisina, diciéndome que los blogs son el premio consuelo de los columnistas frustrados a los que ningún periódico daría una columna ni por joder, como costa en una de las publicaciones que escribe y publica en su website, y que su tribuna virtual era todo menos un blog.

Yo le había escrito, ingenuo, contándole que había leído algunas de sus columnas en su “blog” y me habían parecido ocurrentes, divertidas y algunas de un retintín agudo y perspicaz. Por lo visto, erré estrepitosamente en mi afán de parecer amable y cordial, un muchacho que merece una crítica como la suya de su primer manuscrito, más bien tecleado. Tanta fue su indignación por mi frase infeliz, de la cual no me arrepiento porque sigue pareciéndome a mí, y a todos, creo, que su website es un blog grande, sobre decorado, que solo respondió con respecto al escrito: “Me gustó, no es un bodrio, pensé que lo sería pero me equivoqué. Sigue así. Suerte. PD: Envíame una foto”.

De todos modos, creo que tiene razón. Al fin y al cabo ¿quién lee esto?

Me toma seis minutos de mi vida escribir una publicación corta, como esta, y subirla al blog o al facebook ¿para qué?

Ahora que he querido interrumpir la tarea en la que he estado abstraído infatigablemente todas las madrugadas de los últimos meses, que es continuar escribiendo Parisina y bosquejar lo que podría ser mi segundo libro, novela, como quieran llamarlo, lo he hecho únicamente para, una vez más, hacer otro burdo striptease interior en esta casa de lenocinio en la que se ha convertido mi página personal. Personal, quizá, porque yo soy la única persona que lo visita (y ni siquiera constantemente) y lee.

A veces, casi siempre, el sentimiento amargo de la soledad es el mejor argumento literario. A veces, esa misma soledad te puede convertir en un ser envilecido, acanallado y, por qué no, prostibulario o kamikaze.

Al fin y al cabo, el artista siempre es responsable (solo) de su obra, lo dijo Faulkner, y aunque yo no sé bien si soy un artista, me gusta pensar que tal vez lo sea, y por eso no me importa convertirme en un hombre despiadado, literalmente despiadado, para que de esa forma, en el peor (o mejor) de los casos, pueda ser considerado un artista, un artista de la discordia, un perito de la imprudencia.

Una vedette emocional que saltó a la fama por sus meneos atrevidos y su calateo sensual, por la transparencia de sus ropas, de su poca ropa, que siempre permite ver más allá de lo evidente. Ese soy yo, el que desnuda su interior y expulsa sus demonios con una visa de residencia en el papel o en la pantalla.

En el mejor de los casos, una meretriz intelectual.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Ocho hechos

UNO

Tengo una veintena de años – bien vividos, por cierto – encima. Nunca antes me habían pesado tanto esos años como ahora que advierto la imperativa necesidad de no parar, de seguir trajinando mi cuerpo y mi salud en pro de una (o muchas) fugaz y a menudo infravalorada algazara nocturna, y no puedo. Los años alborotados que he pasado se han mantenido hasta ahora, como los eventos que los marcaron, en el más minucioso anonimato, al menos los últimos y más importantes. Esos años postreros han sido los que me han enfermado; los que, más que destruirme, me mostraron la fragilidad natural de mi cuerpo y, tal vez, por qué no, de mi espíritu también.

DOS

Hace más o menos un año y medio que tomo pastillas. No me gusta llamarles “medicamentos” porque no curan ni previenen absolutamente nada, solo me atontan, me vuelven un bobo feliz. Mas sí me enferman, quebrantan mi salud, son como venderle al diablo algunos años que sé me van a sobrar por una jugosa recompensa. Eso no me da miedo. De todas formas, si tenemos en cuenta que hay vida hace millones de años, nuestra existencia, por más duradera que sea, no será más que una insignificancia. Lo que en realidad me aterra es que esas pastillas, a veces benditas, a la larga terminen con todos mis males, mi depresión y mis demonios internos, y viva tan feliz que ya no pueda escribir jamás.

TRES

Me permito robar esta frase de mi amigo más cercano y fiel, que expone y describe tal cual mi vida: “Donde quiera que esté me siento un extranjero”. Es así como me siento ahora, como un forastero, como un invasor.

CUATRO

Me agrada ser un forastero, permanecer extraño y distante de las cosas más rutinarias y los lugares más frecuentados. El encanto del anonimato solo lo disfrutas cuando a partir de él vives más de una vida, vives varias vidas diferentes. El desencanto del anonimato lo descubres cuando comienzas a quedarte solo y te das cuenta que toda la impostura que has montado rara vez prevalece como un recuerdo grato y que, en vez de eso, la mayoría de las veces los recuerdos te dejan el sinsabor del desamparo, tan solo vencido o endulzado con la reinvención constante.

CINCO

Ya perdí las esperanzas, creo que jamás terminaré el libro que estoy escribiendo. No encuentro entre tanto desbarajuste el remedio para hilar y darle un final a tremenda ficción afiebrada y altamente lujuriosa que he estado pergeñando casi todas las noches desde hace algunos meses. He recurrido, convencido y refugiado en la mediocridad, a los vicios literarios más indigentes y reprochables: el meretricio, tal vez comedido, de mi persona y el hurto de fragmentos de la vida de otras personas. Le he pedido consejo a un puñado de amigos, a los que les he confiado la intimidad del escrito, no exento de ganapanes y zalameros que piensan que mi vida prostibularia y giróvaga es, cuando menos, lo más atractivo del texto. Uno de esos amigos, que fue profesor mío en la universidad, me dijo: No trates de venderte en el libro, mejor haz que el libro se venda a él mismo. Me jodió.

SEIS

Estoy de viaje, a doce horas de mi hermano y mi chica, mis más fieles aliados y compañeros. Me siento un forastero en la casa de mis padres y, en general, en esta pequeña ciudad en la que estoy, preñada vilmente de consumismo y víctima de los ultrajes de las grandes compañías de venta que juegan con las ansias cosmopolitas de las personas que viven aquí. Estoy enfermo y me van a someter a una cirugía menor, no eximia de riesgo; en los pocos días que he estado lejos he extrañado inhumanamente a mi chica. Me he emborrachado con el más leal amigo que tengo en Chiclayo hace unos días, bebí como cosaco desquiciado y vomité mis zapatos. No he podido escribir nada las últimas noches. El clima no me gusta. Quiero volver pronto porque acá no puedo tomar pastillas e intentar dormir es una tortura.

SIETE

En medio de la oscuridad de mi habitación tan solo emblanquecida pobremente por la luz del computador y entre el frío y silencio de la madrugada que llevo adentro existe una luz más fuerte que la del computador que alumbra y deshace toditita la noche. Es una luz zigzagueante, terca, de color rojito pálido, como el de un lupanar. Es una luz que aunque a veces parezca a punto de extinguirse, jamás languidece hasta desaparecer, siempre revive parpadeante y resplandeciente. Es una luz que aunque esté lejos siempre está presente y evita que, en noches como esta, la soledad, la depresión y la falta de pastillas acaben conmigo, que los demonios incontrolables de mi interior me devoren desde adentro.

OCHO

Tú eres esa luz, mi querida Grace. En eso te has convertido, en mi luz de auxilio. Tú eres esa lucecita bandida que no se apaga nunca y que más bien revive como una llamarada loca con el viento. Tú me acabas de salvar de morir, cariño.

El dios deicida

Es un sentimiento que se repite obstinadamente, una constante que el destino ha querido reproducir una y otra vez en su vida, acaso para recordarle que no está solo, pero viviría mejor si lo estuviera. El joven sale a la calle para encontrarse con las muchas sombras danzantes, siluetas conocidas, pero ajenas, lejanas en una ciudad distante, llena de escépticos y derrotistas. En esta Lima, la fea, la gris, la loca. En esta Lima jipata y enferma donde nadie parece estar nunca realmente feliz, sino más bien angustiado y harto de la condena que significa vivir ahí.

El joven camina lento, sin prisa, sabe que no tiene a donde ir y, si de él dependiera, no regresaría nunca, pero tiene que volver porque no está solo. La anciana que vive con él ocasionalmente y que lo atiende con cariño de vez en vez es su abuela, él sabe que morirá pronto y que lo necesita, que necesita a alguien, a cualquiera, pero no conoce a nadie más que a él, sabe que le debe mucho y que la quiere y porque la quiere desea que cuando muera no se sepa sola, como él.

Lleva una bufanda negra, un polo, y sobre él una chompa gris a rayas, y sobre ella un blazer negro. Sus zapatos están gastados, pero a él no le importa, pudiera usar otros si no le resultaran tan incómodos. Rara vez se viste diferente, más ligero, le gusta llevar mucha ropa encima para siempre sentir calor, el frío le recuerda la muerte y, por alguna extraña razón, él se siente muy cerca de ella, no lo deja en paz la corazonada de que cada día pudiera ser su último día, como si los minutos que pasan le anunciaran una cercana y violenta muerte. Como si de repente: ¡PAM! todo se fuese a acabar.

Siempre va meditabundo, melancólico, como si algo le apenara y, efectivamente, es así. Algo le está envenenando el alma, lo está corroyendo desde adentro, desde sus vísceras y le da náuseas, lo marea y lo hace sudar, pero no sabe qué es. En esos momentos le gusta recordar cuando era niño y jugaba en la hacienda de su abuelo en el norte, que recuerda verde, azul estanque, con olor a césped mojado, las paredes cubiertas de tepe, las gotas que eyaculan las piletas, cristalinas, saltando y repiqueteando, de color amarillo, relejando el sol, los columpios coloridos, el silencio y los discos del abuelo marcando a lo lejos el compás del viento, el árbol de tabaco y sus hojas secas encendidas en un cigarrillo hecho con las hojas finas de la santísima Biblia, que poco o nada importaban, era como un lugar virgen, inmaculado del tiempo y de la historia. Esos fueron sus días felices, así los recuerda sonriendo en la garúa de la mañana camino a la universidad. Así se olvida por un momento del frío y de las náuseas y, por un instante, todo toma color, deja de ser gris para convertirse en una película en multicolor de su vida.

Pero no siempre le basta con los bonitos recuerdos de su infancia, la mayoría de las veces necesita de las píldoras. El joven es adicto a ellas y las consume para dormir, para no dormir, para estar tranquilo, para no llorar y, de vez en cuando, para llorar un poco; las píldoras son muy fuertes, pero su amigo el doctor no tiene reparo en recetárselas y él en consumirlas encantado. Está enfermo por las pastillas, le han dañado el hígado y le dan pesadillas, pero si deja de tomarlas está seguro que enfermará más, que morirá sufriendo, que no podrá dormir nunca, ni despertarse nunca, por eso las toma, para alivianar y resguardarse de la ignominia que significa vivir. En el cuarto que ocupa, entre el desorden de libros (muchos libros), papeles importantes, algunas monedas, colillas de cigarro, están regadas en un platillo de plata todas las pastillas, él ha aprendido a reconocerlas por el tamaño, sabe cuál es cuál y qué efectos estragozos desembocan en su cuerpo, al lado hay dos cartones de jugo de manzana y un vaso limpio que la abuela deja ahí todas las mañanas. La abuela sabe que va a morir, sabe que es probable que su nieto también, pero ha aprendido a lidiar con eso, la muerte se ha convertido en una realidad frecuente de la casa, donde a veces aterrizan en vuelos suicidas los pajaritos que buscan cobijo de la lluvia o las mariposas que se consumen en el fuego de las velas que el joven prende en el patio cuando quiere fumar.

En ese cuarto él pasa la noche escribiendo. Quiere ser escritor, siempre ha querido ser un escritor, como su abuelo, siempre le ha gustado lidiar con sus demonios, rebelarse, disentir de esta realidad que le parece una mierda. Porque eso hace cuando escribe, se rebela, critica, destruye y vuelve a crear, juega a ser dios, porque quiere ser dios, y más que eso, quiere ser un dios capaz de asesinarse, capaz de acabarse, él es el deicida por antonomasia.

Junto a su computadora escribe entre dos luces. Escribe y vive como él quiere vivir, como cuando era un niño, vive con quien quiere vivir, solo.

El joven ha aprendido, como un equilibrista, a estar listo para afrontar las zarandeadas de la vida cuando estas llegan, ha aprendido a resignarse al caos del mundo, a saber que no va a poder cambiarlo, e inclusive, a sacar provecho de él. El joven escritor es un artista, un maestro del histrionismo, un mentiroso profesional, nunca se muestra triste ni acongojado con nadie, sonríe para otros como jamás sonríe para si mismo, se prostituye para ellos, por eso siempre se siente vacío y violentado.

Cada vez que el joven escritor, que es más bien un escribidor, escribe, se siente libre y olvida por un instante la muerte. Cada vez que el joven escribidor ríe, conversa, es atento, amable comedido y risueño con alguien siente que está a punto de morir, que cada vez que hace un comentario travieso y mientras más ríe la otra persona, algo dentro de él se agita y lo va matando, buscando salir, cuanto más se esfuerce el escribidor por ignorarlo, la culpa y la certeza que está ahí lo consumen y terminan por volverlo loco. Es un tumor virulento que un día le creció en las tripas, en entrañas, y aún no desaparece. Un tumor que le oscurece los días y le acaba la existencia.

El joven es un escribidor porque a falta de talento ha decidido encogerse de hombros y ampararse en el siempre dudoso mérito de la terquedad. Es un escribidor porque es un escritor frustrado, que nunca se ha consagrado como tal, un remedo de escritor, frívolo, banal, trivial y aburrido. Lujurioso y lascivo, peligroso y ponzoñoso, siempre levantado contra la arbitrariedad y la religión. Un insurrecto irredento que podría ser más un terrorista o un guerrillero, antes que un verdadero literato.

Si se tiene en cuenta que existe vida hace millones de años, todo el tiempo que vivas, sea mucho o poco para una persona, será una insignificancia. El joven escribidor seguirá andando triste hasta la universidad, leyendo y escribiendo en vano, haciendo las veces de payaso y jugando a ser el parlanchín, el lenguaraz despreocupado, ocioso, haragán y altivo que todos creen que es, mientras ese tumor que tiene, quizá producto de su fracaso como escritor, siga creciendo hasta que por fin, esos minutos vaticinantes que pasan fríos, cumplan con su tarea y lo despidan de este mundo de una vez por todas.

Mientras tanto, ese sentimiento obstinado, seguirá reproduciéndose una y otra vez en su vida para demostrarle que, en realidad, sí está solo.

viernes, 7 de mayo de 2010

Hipocresía

Cuando el cura Manuel dice en los sermones que da los domingos en la casa de una de mis octogenarias vecinas de La Molina que está indignado porque ha visto a niños y niñas, en el colegio italiano donde le permiten dar misa, mostrándose unos a otros sus mondos y lirondos genitales con viva curiosidad y pecaminosa determinación, seguramente por ejemplo de las casquivanas de sus madres y hermanas; lo que realmente ha querido decir es que lo corroe la más insana envidia y lujuria, y que se arrepiente del día en que quiso ser cura. Quizá también piense que si no fuera cura no estaría todo el día rodeado de viejas achacosas, aburridas y al borde de la muerte, que lo aburren con las frases de la Biblia, como si él no tuviera suficiente leyéndolas todo el día en la misa.

El señor Ollanta Humala manda saludos a todos los trabajadores por su día desde un hotel cinco estrellas en Rusia, donde asiste a una conferencia importantísima en la que, intuyo, él es el único invitado, expositor, camarógrafo y, posiblemente, mesero de medio tiempo. Este es el mismo señor que no ha declarado un trabajo hace años, que no tiene oficio conocido y al que a nadie se le ocurriría resaltar entre sus cualidades la de ser trabajador. Que vive mantenido por generosas donaciones anónimas y que se da una vida acomodada, exenta de extenuantes problemas económicos como los que enfrentan muchos de los trabajadores a los que saluda y llama sus amigos. Con este acto de cinismo nos quiere dar a entender dos cositas. Primero: que le importa un carajo el trabajo y todo lo que tenga que ver con desplegar algún tipo de esfuerzo y tal vez, que también le importan un carajo los trabajadores, pero cree que si los llama amigos votarán por él. Segundo, y esto se desprende de lo primero: que cree que todos los trabajadores son imbéciles (porque hay que ser un imbécil de cuidado para votar por el señor Humala).

Cuando el actual presidente del Perú, el señor Alan García gritó: “aléjense de mí, ratas” lo que realmente quiso decir fue “disciplina, compañeros, no hay que ser tan evidentes”. Después de semejante muestra de transparencia y candidez, nuestro presidente crea el día del ron para olvidar este roche por corrupción. Siguiendo su lógica, y si alcanzan los días del año, cosa que dudo, para sacar de la mira a sus ratas queridas proclamará el día de la empanada, del cajón, del picarón, etcétera.

Alan García dice que en el Perú no hay perseguidos políticos. Eso es cierto, en el Perú ni siquiera hay perseguidos corruptos, menos habrá pues perseguidos políticos.

Cuando la señorita Lourdes Flores llama a Kouri “señorito aristócrata” lo que en realidad quiso remarcar con eso de “señorito” es que no cree que Kouri sea un señor completo, un hombre completo, sino que es un señor reducido en su hombría, empequeñecido, quizá un poco torcido en sus gustos amatorios. Se equivoca, sin embargo, cuando lo llama a aristócrata (debería usar mejor sus palabras) porque Kouri no pertenece a la nobleza, ni del Perú ni de ningún otro sitio.

Cuando Kouri llama a Lourdes Flores “pituca elitista” nos da a entender a todos que no tiene la más insignificante idea de lo que es una pituca. Lourdes jamás fue ni será una pituca, o en todo caso, es una pésima pituca, un remedo de pituca.

El mismo señor Kouri invita, no a uno, sino a cinco debates a la señorita Lourdes. Para un buen entendedor está clarísimo que la verdadera intención del señor Kouri es cobrar peajes en cada uno de los debates.

Cuando mi madre me dice que tengo que dejar de portarme como un cabrón y visitarla más seguido, lo que realmente trata de decirme es que me quiere mucho y está más que complacida de que no viva con ella y que una visita al mes es más que suficiente.

Cuando mi papá me llama a preguntarme si necesito dinero, no es que esté preocupado por mi bienestar, es que quiere probarme que estaría mejor viviendo con él y mamá, aunque esto no sea del todo cierto.

Cuando un escritor dice que no quiere que nadie lo lea trata de parecer divertido e interesante, lo que en verdad busca es que alguien, por curiosidad, lo lea.

La universidad tiene una suerte de equipo de administrativos, secretarias y secretarios, a los que ha bautizado con el nombre de “Servicios Académicos”. Cuando uno recurre en busca de ayuda se da cuenta que ese equipo es incapaz de realizar algún servicio para los académicos y que más bien, te tratan tan mal que si no hubiera una ventanilla que los contuviera meterían tu cabeza en el inodoro de los servicios higiénicos.

Cuando sale por televisión Gisela anunciando a un ex futbolista con el que contrajo matrimonio en medio de un pomposo show que fue televisado para luego divorciarse por una supuesta infidelidad, lo que está pasando frente a sus pantallas no es otra cosa que el grito desesperado de ráting por parte de los productores del programa haciendo escarnio de la notoria incomodidad que le produce a la “señito” este acontecimiento. Todo lo que dice después la rubia es un enredo de palabras que nadie logra entender, pero que nos dan a todos unas terribles ganas de reír como posesos.

Cuando alguien dice por televisión o escribe en un diario la palabra cholo, o si, siendo un poco más directo, hace referencia al color de piel o características físicas, la gran mayoría de Lima, la pinky, exclama: OH MY.
Pero en realidad están ciento por ciento de acuerdo con eso y lo repiten miles de veces en los almuerzos en el country y en sus juegos de golf en el club.

Si luego de consumado el acto sexual tu pareja no dice nada y se queda echada junto a ti abrazándote, no es que esté agotada, es que en realidad no le gustó nada y no se atreve a decírtelo, no se atreve a decir nada por miedo a ser hiriente, pero tal vez en ese momento te esté odiando de una manera excesiva y deseando que no vayas a aburrirla con alguna tediosa cháchara post sexo. Si luego de eso vuelve a llamarte es porque en realidad te quiere.

Cuando tu mejor amigo te dice que por respeto a “esa persona” que fue su chica no te contará ningún detalle de su relación quiere decir que fue un asco o que nunca tuvieron relaciones o que él es pésimo en la cama y que por eso la relación se terminó.

Cuando tu chico te hace un regalo inesperado, sorpresivo, después de no haberte llamado en dos semanas, no es que te haya extrañado mucho, es que tiene la conciencia manchada y está arrepentido. Lo que en realidad está haciendo es pedirte perdón.

Cuando yo digo que ha sido un placer hablar contigo, que me ha encantado conocerte, pero que me tengo que ir porque ando con el tiempo justo es que realmente me has caído muy mal y no quiero volver a verte.

Cuando yo escribo cosas sorprendentes acerca de mí a manera de ficción, estoy siendo, de una manera indisimulable y conmovedora, autobiográfico.

Cuando me preguntan cómo estoy y respondo que bien, a secas, lo que en realidad he tratado de conseguir es que me respondan que es mentira para yo poder desahogarme con alguien, ya que, ciertamente, he mentido.

Cuando digo que estoy por acabar un libro en el que he trabajado por bastante tiempo, lo que en realidad quería decir es que no tengo ni la más puta idea de cómo finalizarlo y no termino si quiera de entender bien lo que estoy escribiendo.

Cuando digo que me tomo mi tiempo escribiendo para hacerlo bien, en realidad estoy siendo un farsante. Lo hago rápido, sin revisar nada, tan solo para pasar el rato de una manera placentera que me llena de alegría. Nada que me indique que debo realizar un esfuerzo mayor al que estoy dispuesto a entregar podría divertirme y cuando escribo lo único que quiero entregar es un trozo pequeño de mí mismo. Algo totalmente imperfecto.

jueves, 15 de abril de 2010

El goce en los tiempos de odio

Hace tiempo que no escribo. Yo escribo lo que me sale de los cojones y hace tiempo que no me sale nada, por eso no escribo. Hoy día, sin embargo, luego de forzar un poco la situación, de coger el toro por las astas, de provocar una abrupta (e infrecuente, dadas las circunstancias) precipitación, he decidido escribir algo para celebrar este feliz acontecimiento que interrumpe mi mala racha, mi sequía literaria.

Realmente nunca tengo razones imperativas, ineludibles, para escribir; así que, si encuentro alguna, cualquiera que fuese, escribo.

Desde que estoy en Chiclayo no he escrito nada porque no he hecho nada más que mirar el Animal Planet y comer galletas de soda desde que me levanto hasta la tarde (que ya es entrada la noche) que salgo a caminar y a fumarme un cigarrillo. Intenté con algunos poemas afiebrados, concebidos en sueños de cama, en fantasías mojadas, pero no terminé ninguno porque cuando los leía sentía que estaba componiendo una canción de reggaetón.

Así pues, derrotado por mi torpeza creativa y amedrentado por no poder ejercer mi virilidad literaria, por no poder entrelazarme en un encontrón sexual con las palabras y víctima de la impotencia que me aqueja hace varias semanas y me mantiene alejado de mi vicio más placentero, el de escribir, decidí forzar un poco las cosas, forzar a mis cojones, obligarlos a actuar para que me liberen y por fin perpetrar el acto. Porque escribir es para mí el “acto”. Un acto placentero en el que puedo desinhibirme y desfogarme siempre que lo necesite, un acto que no discrimina malas maneras, que no conoce malas prácticas, todo está permitido, todo será bien recibido.

Es por eso por lo que escribo, porque puedo ser yo mismo, porque no importa cómo lo haga siempre me sentiré bien haciéndolo, cosa que no siempre pasa en la cama, claro. Porque, como no hay otra persona, es más que un acto compartido, una masturbación gratificante, egoísta; a veces intelectual, a veces (como ahora y como casi siempre) de puras ganas. Porque nadie necesita una razón trascendente para masturbarse, más que las ganas.

En todo caso, escribo porque estoy solo, y así como cuando me masturbo, estoy escondido y a oscuras la mayoría de las veces. Escribo porque no tengo perro que me ladre.

Escribo porque me gusta escribir, porque me gustan las letras en la pantalla del computador y el color blanco manchándose con pequeños caracteres negros, que parecen danzar conforme mis dedos resbalan lujuriosamente por el teclado.

Escribo sin esperar que me lean, aunque a veces me imagino a algunas personas leyéndome, como me imagino a algunas personas viéndome cuando me toco solo bajo las sábanas de mi cama, iluminado por las luces anaranjadas de la calle que se filtran entre las persianas mal cerradas.

Escribo porque soy un cabrón y para no dejar de serlo lo publico, escribo porque tengo mucha bronca y mucha pena, aunque no tengo hambre, escribo porque siempre quiero comer. Escribo porque para escribir no necesito amigos y los míos se van perdiendo cada vez más rápido y por menos razones.

Escribo porque tengo la esperanza que, como ya he decepcionado a todos, encuentre nuevas personas a las que les agrade y se sientan orgullosas de mí. Escribo porque no quiero conocer a esas personas, porque no quiero hablarles.

Escribo porque es más sano que la coca y se puede hacer sin necesidad de dejar la marihuana. Escribo porque así no fumo. Escribo porque puedo escribir fumado.

Escribo porque no tengo cura ni psicólogo que me digan que estoy enfermo. Escribo porque así olvido que estoy enfermo.

Me gusta escribir en los hospitales, aunque me deprime siempre encuentro algo más penoso y doloroso que lo que yo padezco y, disculpen la franqueza, me siento reconfortado y revitalizado. Escribo en hospitales para recordar que soy una mierda, una mala persona, escribo para no olvidarme jamás que soy un ser humano. Un ser humano imperfecto y que no me avergüenza eso.

Escribo porque así me conozco cada vez más, porque no escribo yo, porque escriben mis demonios, mis santos. No escribo yo, escriben mis tripas, mis vísceras, mis venas, mi corazón o mi mente.

Escribo con la esperanza de algún día contar mi vida tal cual no fue, pero tal cual la recuerdo o creo recordar que fue. Escribo para recordar que todo lo que he vivido es una mentira. Escribo para recordar que no me arrepiento de lo que he vivido, para recordar que nada es mentira.

Escribo con la esperanza que otra vez se publique en algún periódico, diario, boletín. Escribo con la esperanza que se publiquen mis demonios, mis broncas, en los lugares más recónditos del país, del habla hispana, donde alguien, de preferencia una mujer bella o un niño pequeño, me lean y les guste lo que leen (esto es un poco difícil como comprenderán, pero soñar no cuesta nada), que se diviertan como yo me divierto escribiéndolo, que me lean siempre como yo leo a mi amigo mentor cuando él me lo pide mediante un correo desde otro país, mientras sigue su vida de estrella; que me lean y cuando ya no publique, cuando me olvide o me despidan por ser tan franco, me extrañe sin conocerme, me busque, se enamore, trate de encontrarme y no me encuentre. Escribo para que algún día un ser hermoso me extrañe y yo jamás me entere.

Escribo porque odio a la gente que escribe mejor que yo y solo escribiendo refugiado en el dudoso mérito de la terquedad he de poder hacerles frente. Escribo porque quiero ser el mejor en lo que hago, sin prosopopeyas, sin palabras rebuscadas, solamente con verdadero talento. Escribo porque siempre me he creído inteligente.

Escribo porque tengo el don de decir la verdad como quiero. Escribo porque soy inmodesto, pero bastante humilde.

Escribo porque tengo vicios y me gusta compartirlos. Porque uno de mis vicios son las mujeres y mis escritos son mi bastión de fidelidad.

No escribo para gustar, no escribo para pelear, no escribo porque tenga algo que defender. Escribo porque no tengo causa, porque no tengo bandera, porque no creo en nada ni en nadie.

Escribo porque no amo al Perú, pero quiero que el Perú me ame. No escribo por amor, ni por reconocimiento, escribo por altivismo y soberbia, también por altruismo.

Escribo porque me amo y quiero destruirme, escribo para celebrarme. Escribo porque me odian y sé que me odian y desde acá les puedo gritar que no me importa, que la pueden seguir mamando. Escribo porque nunca grito y acá no acallo. Porque me siento Batman, Superman, La mujer maravilla, y siento que puedo, y que es mi deber, querellar a todos los crápulas, malhechores, insolentes y bandidos.

Escribo para demostrarles que puedo ser escritor a las personas que me quieren y quieren que sea escritor (que cada vez son menos) a las que no me quieren y no quieren que sea escritor y a las que me quieren, pero no me quieren, y quieren que sea escritor.

Escribo para demostrarles quién puede volar más alto.

En fin, escribo porque quiero ser escritor.

viernes, 26 de febrero de 2010

Odios odiosos

Odio a las personas que dicen: “pareces gay”. Como si un gay no fuese una persona normal. Como si tuviera tres ojos, cuatro narices, dos penes y una vagina a medias. Odio que se rían como hiena en celo cuando lo dicen.

Odio a los que gritan en todo momento. Odio a los cobradores. Odio a las personas que creen que hablar fuerte es tener la razón y casi nunca la tienen.

Odio el verano porque hace un calor insoportable, que hace sudar, que te hace oler mal así estés usando AXE seco en spray. Odio que la gente no lo entienda y alce los brazos en las coaster cuando están paradas a tu lado. Odio que la gente no lo entienda y no abra sus ventanas así exista un decreto que regule eso y dos señoras pudriéndose en el asiento reservado.

Odio la playa porque hay arena y la arena está sucia, porque hay mar y el mar está sucio, porque hay gente por todos lados y está sucia. Odio la playa porque parece la sección carnes de Vivanda o Wong.

Odio a las mujeres que por la mañana son talla diez y creen que por las noches, como por arte de magia, entran en un talla ocho y parecen humitas mal envueltas.

Odio a los “causas” de las esquinas que creen que por sus miradas libidinosas, sus procacidades calenturosas y su correa Dolce&Gamarra tu chica va a dejar de abrazarte y va a correr a sus brazos como poseída por Lucifer. Odio que los muñecos, papacitos de la rica Vicky o algún paraje lejano les silben a las niñas uniformadas y las inviten a sus mototaxis.

Odio las políticas represivas porque no sirven. Odio la gente que las defiende y vive de ellas a pesar que saben que no sirven para nada.

Odio cuando me sermonean y utilizan la edad para amedrentarme. Yo no soy más viejo por las puras, yo sé. Odio que me sermoneen asumiendo que soy idiota. Sólo estás un poco confundido, todos los jóvenes son así. Odio cuando me sermonean mostrándome una billetera. Tienes que sacarte la mierda si quieres tener esto, si quieres vivir bien.

Odio que las personas a las que les pagas por hacer un servicio entiendan que pueden hacerlo como les venga en gana y a la hora que les venga en gana. Odio que cuando los despido amenacen con matarme y me digan que soy un huevón. Odio que las personas a las que les pagas crean que porque los invitas a almorzar un día pueden llegar todos los días a las dos de la tarde y sentarse en la mesa a esperarte comiendo y decirte: “servido”.

Odio que los taxistas se detengan frente a ti cuando quieres cruzar la calle y te estorben asumiendo que los necesitas. Odio que me mienten a la madre cuando les pido que avancen. Odio que cuando realmente los necesitas no paren o no te lleven porque no está en su ruta, como si todos tuviéramos que ir por donde ellos quieren. Odio que me pregunten cuánto pago hasta mi destino y luego le sumen dos soles más como entendiendo que soy tarado y quiero pagar de más. Odio que los taxistas me digan que tengo que votar por Keiko.

Odio que la gente escupa en la calle. Me gustaría verlos resbalarse y caer de cara contra la saliva enflemada de otra persona. Odio esquivar los escupitajos de los cobradores cuando manejo detrás de una combi. Odio a los que hacen ruidos antes de escupir justo a tu costado y se emocionan al ver lo lejos que se alejó de su asquerosa boca. Me gusta creer que les encantaría estar encerrados con llamas flemáticas por un día a ver si les ganan.

Odio a la gente que habla cuando no tiene que hablar. Odio la gente que habla en el cine y cuenta que es la tercera vez que ha visto la película y que el final es un asco porque casi todos mueren. Odio la gente que habla con la boca llena porque te tiran arroces a la cara y se ofenden si no los miras de frente. Odio la gente que habla por teléfono en el baño porque asumen que a la otra persona le encantará oír sus soplidos anales. Odio la gente que habla en un examen pero que no se copia sino que va contando sus puntos en voz alta hasta que llega al veinte. Odio a los que hablan por Nextel porque el “bip bip” me vuelve realmente loco. Odio a los que hablan por Nextel porque asumen que todos quieren oír lo que está hablando y fanfarronean de sus aventuras pegajosas de sábado.

Odio a los mirones que cuando me ven escribiendo en una computadora se acercan sobre mi hombro a leer y se ríen en voz alta. Odio a los mirones que cuando resbalas no dejan de mirarte como si con sus miradas me fuera a sentir aliviado. Odio a los que se paran afuera del baño de mujeres de la universidad y miran disimuladamente por la luna que está al costado y refleja todo. Odio a los que miran con mala leche cuando estás leyendo un libro en la biblioteca porque ocupas una sala donde pueden rajar libremente y con aire acondicionado. Odio a los que son tan brutos que rajan de mí en la sala de al lado y creen que no voy a escuchar. Odio a los sujetos que estando parados en el servicio de transporte miran descaradamente los escotes y las blusas translúcidas de las secretarias de San Isidro. Odio a los que miran en el baño cuando uno usa el urinario y al salir llaman a sus amigos diciéndoles gays, mariquitas, cabros.

Odio a los profesores del Opus que dicen que enseñarle teología a una mujer es tan estúpido como enseñarle física cuántica a una mesa. Los odio por misóginos y los odio porque enseñarme teología a mí es como enseñarle a una mesa y no soy mujer.

Odio a los que piensan que por el simple hecho de tener una banda ya tocan bien y todos quieren oírlos. Odio que toquen en los techos mientras yo intento dormir a unas casas de ahí.

Odio la peruanada clásica de algunas personas que creen que ponerle a sus hijos nombres en inglés (que casi siempre son apellidos) los hace más distinguidos aunque parezcan Viracocha. Odio la peruanada clásica de mezclar el inglés en el español aunque no sea necesario. Odio la peruanada clásica de cholear a todo el mundo porque son más oscuros y luego sentirse profundamente agraviado cuando alguien de tez más clara los cholea. Odio la peruanada clásica de cholear. Odio la peruanada idiota de decir que están orgullosos de ser peruanos y esperar que cuando salgan del país los confundan con chilenos o argentinos. Odio la peruanada idiota de decir que amas al Perú, pero que las provincias son cholas.

Odio a priori a cualquier mortal que no se bañe, mucho más si es gordo y suda cada vez que respira. Odio que se molesten porque no me acerco.

Odio sin escrúpulos a las personas que suben a los micros para vender algo y te muestran cortes, tajos, deformidades, segundas cabezas o te dicen que eran asesinos pero ahora están en gracia de Jesucristo, pero si por alguna razón los ignoras pueden recordar tu cara y alcanzarte antes de que llegues a tu destino.

Odio que me digan causa, cumpa, chibolo, varón, papi, barrio, batería, amix, amixer o amiwi. Odio más si luego dicen: esto es un asalto, ya perdiste.

Odio la barra de la U. Odio la barra de Alianza. Odio el fútbol y odio que las barras también lo odien y maten en su nombre.

Odio que pinten las paredes con cosas como: Carlincho te ama tu hembrita. María de Jesús te amo por siempre cosita rica. Gracias por todo, Chapoñancito. Te ama la chili.

Odio que me llamen Marcos. Odio que me pregunten si soy familiar de Solano.

Odio el límite de faltas de la universidad. Odio que cuando pasan lista todos se acerquen al profesor para decirle que están presentes como si no vieran en la pantalla gigante sus nombres y su asistencia. Odio a los profesores que pasan lista en el break. Odio a los profesores que dicen a cuántas personas han jalado el ciclo pasado.

Odio a los gaznápiros que cuando hacen una broma se ríen y aplauden solos. Odio los que golpean cosas cuando se ríen.

Odio a las muchachos que no se dan cuenta que son más feos que una patada en el culo, pero que se ríen si te sale un grano. Odio a las muchachas que son muy bonitas pero dicen siempre que son feas y terminan revolcándose con muchachos de una fealdad solamente comparada con la del hambre.

Odio usar poca ropa o vestir de verano. Odio usar sandalias en la calle. Odio que la gente que las usa no use desodorante para pies.

Odio el reggaetón, el perreo, el sandungueo, a Chacalón Júnior, las baladas románticas que se cantan con voz llorosa, de pusilánime cabrón, las canciones de charro, la música vernácula (porque no le encuentro ni el más mínimo sentido). Mi marido la escobita con todas barría, con la chata verdulera, con la negra tamalera. Odio que se incumplan las reglas lingüísticas en las canciones.

Odio las noches calurosas porque tengo que dormir desnudo y la sábana me hace cosquillas.
Odio los condones porque matan el entusiasmo del momento y me da asco sacármelos. Odio que el anillo vibrador no dure más de veinte minutos. Odio que las octogenarias me miren mal cuando compro un kit sexual en la farmacia.

Odio a las mujeres fáciles y a los hombres mañosos, depravados. Odio a los depravados porque siempre hay que desconfiar si llevan una mano en el bolsillo. Odio a las mujeres fáciles porque después interpretan el papel de Talía frente a sus amigos. A quién le importa lo que yo haya, a quien le importa lo que yo diga. No soy puta, no lo soy. Las putas cobran pues.

Odio estar deprimido. Odio llorar. Odio que no siempre pueda llorar. Odio que siempre que quiero llorar sea en público o en alguna reunión. Odio las reuniones porque pierdo tiempo y dinero y casi no gano nada. Odio ser tan tacaño.

Odio a los intolerantes. Odio ser intolerante. Me odio. Te odio a ti.

viernes, 19 de febrero de 2010

La sequía creada por el dolor

Hace tiempo que no puedo escribir, intento terminar una novela (si es que se puede llamar así a tremenda fantasía afiebrada y biliosa) que comencé hace dos años, cuando aún no tenía claro si es que quería ser escritor.

Ahora estoy seguro de muchas cosas más que en ese entonces. Ahora estoy convencido que quiero ser escritor, estoy convencido que no soy bueno y que habría que leerme con cierto cariño fraternito para terminar el amasijo de palabras con final esquivo que tengo guardado en el USB, estoy convencido también que me aferro a un sueño valiente, heroico, admirable, pero innecesario.

No estoy convencido, sin embargo, de querer llevar una vida menesterosa y privada de las hartas complacencias costosas con las que sueño constantemente. No estoy convencido de que podría vivir como un escritor. Ni siquiera estoy convencido de que viviré para ver alguna novela mía publicada, tengo el presentimiento que todas estarán guardadas en los archivos de alguna computadora.

Hace tiempo que empleo mi tiempo en la perjura afición que es la de escribir acerca de mí mismo a falta de un tema más interesante, porque mi ego es enorme y me convence que lo más importante para mí es mi vida. Si a alguien no le gustase y le pareciera irrelevante (lo sano sería que a todos) pues que no lo lea.

Ahora que casi no hay yo no puede haber forzosamente nada que escribir. Y digo que no hay yo porque hace dos semanas la endeble alcatifa que sostenía el abrumador peso de mis aspiraciones utópicas se ha roto, se ha vencido para convertirse en mil pedacitos ridículos regados en la nada. Como las piezas lamentables e inservibles que se desprenden de un auto que ha impactado contra un camión de carga a ciento ochenta kilómetros por hora.

Algo extraño acompañó, para mi sorpresa, a este triste acontecimiento. Un sentimiento que me invadía por dentro, como una orquesta de cascos en mi derrotado cuerpo, una rabia desconocida y un resentimiento perturbador que desapareció velozmente la tristeza de una derrota. La tristeza de la derrota en la batalla por la aprobación de una de las seis personas que más amo (o que amo, a secas). Una tristeza profunda, embargadora y además sorpresiva. Todo ha sido sorpresivo.

Uno espera que las personas que más ama deban de ser las que te alienten incansablemente para perseguir tu felicidad, uno espera que las personas que más ama amen lo que mismo que tú. Pero casi nunca pasa eso.

Lo doloroso del asunto es que yo esperaba que esta persona en especial me aliente incasablemente. Espero que las seis personas me alienten incasablemente…

Me dijo que no creía que yo pudiera ser un escritor. Me dejó entender que no confiaba en mí, en mi capacidad para crear realidades, que era una tontería que quisiera ser un escritor. Que yo era un tonto del culo, un irresponsable, vago, un iluso sin aspiraciones, que era un desperdicio de dinero. Me dijo también que me quería.

Lo que realmente importa entre dos personas que se quieren, en una amistad (porque la amistad es el único lazo que está presente en todo tipo de relación) es dejarse ser libres. Apoyarse así se estén yendo a la mierda, si es que uno quiere irse a la mierda, llevarlo con cariño. Si luego se da cuenta que ya no quiere estar entre mierda ayudarlo a salir. Aconsejarlo, pero no obligarlo a portarse como tú lo harías. Prohibido prohibir.
Siendo así, ¿Por qué herirme negándome ser libre y que él me acompañe siendo libre? ¿Por qué prohibirnos ser libres juntos? ¿Por qué salir de mi bote así como así? Pues no lo sé. Pero sé que me quiere. No sé porqué lo sé, pero lo sé.

Desde que era niño los amigos que he tenido (que nunca han sido tantos ni muy buenos) se han ido alejando por diferentes razones.

Estoy acostumbrado a la falta de apoyo de parte de la gente que no me quiere, estoy acostumbrado a que me dejen de querer por tonto, por apóstata, por libertino, por mentiroso, por bravucón, por lo que sea. No estoy acostumbrado a que me quieran y no me apoyen, no estoy acostumbrado a que me quieran pero en el fondo no me quieran. Porque quien desestima una creación que refleja a su autor tal cual es, lo desestima a él. Lo ridiculiza como ridiculizó su obra. Ciertamente no lo quiere, pero lo quiere. Dice que lo quiere y se porta como si lo quisiera. Pero no lo quiere.

No entiendo cómo estoy ahora. Me duele la falta de confianza de mi amigo querido, del que ha sido mi amigo por diecinueve años, del que fue mi primer (o segundo) amigo, aún cuando yo no pudiera recordarlo. Me duele porque yo lo he apoyado y lo he querido más de lo que nadie lo podría haber querido. Me duele más porque yo con él estaría dispuesto a irme al mismísimo infierno si el lo quisiera así. De todas formas conozco bien el lugar, no pierdo nada.

Al mismo tiempo siento un arrojo de gallo en la arena, un arrojo de Carmelo, un valor hidalgo, de torero y de toro en rodeo. Siento que por todas las personas que yo no quiero ni he querido y que no quieren que sea escritor y por la persona que quiero y siempre he querido pero que tampoco quiere que sea escritor porque no me quiere, debería esforzarme para alcanzarlo, debería probarles que puedo hacerlo, debería comenzar a escribir bien, tranquilo y no atormentado por pensamientos negativos que embarran y llenan de mugre mis palabras.

Quiero ser escritor. Quiero superar este dolor acallado por mi tenacidad. Quiero escribir lo que me sale de los cojones sin rendirle cuentas a nadie. Quiero demostrarles quién puede volar más alto.

miércoles, 20 de enero de 2010

Tráfago de corazones

En Madrid conocí a Andreu Laguna, un amante de la pintura y la heroína, tenía una novia ecuatoriana a la que decía querer mucho y con la que peleaba bastante seguido sin importar donde se encontrasen ni quien estuviera presente. Llegué a acostumbrarme y aprendí a disfrutarlo luego de un tiempo, indudablemente era más entretenido que hablar por horas de pintura, colores, diseños romanos, románticos o lo que fuere.

Lo cierto es que la ruptura no duraba mucho tiempo, pues a la hora y luego de muchas pitadas frenéticas a las narguilas del bar Colombo, recibía una llamada conciliadora que le ordenaba ir de inmediato a casa de ella para celebrar que ahora se amaban más que antes de la pelea, más que ayer, más que nunca. Era como una canción de Rafael, escalofriantemente perturbador.

Siempre me invadió la curiosidad acerca de lo que significaba realmente pelear con una persona para descubrir (o entender) que la quieres incluso más de lo que la querías antes de la pelea, por eso un día le pregunté tímidamente y le pedí que me explicara. En ese entonces yo estaba solo, siempre andaba solo y no tenía ni un poco de ganas de hacer que eso cambiara.

Me sorprendió con lo que me dijo: “Mira, tienes que entender que las parejas que más pelean son las que más se quieren. Se quieren porque no temen mostrarse como son. Se celan, se importan”. Me sorprendió más no entenderle ni un carajo de lo que me dijo.

El amor es como una droga: adictivo y altamente alucinógeno, te hace ver cosas que no pasan realmente y presagiar sucesos que no tienen el más mínimo asidero lógico, lo que naturalmente lo convierte en un sentimiento peligroso y traidor.

Yo siempre había creído que las parejas que más peleaban estaban destinadas al fracaso y al dolor incondicional por falta de cariño, sin restricción ni requisito más que la desilusión y la tortuosa soledad. Ahora resulta que no es así, ahora resulta que por exceso de amor y no por falta de él las parejas se separan, se pelean, se entremezclan en guerrillas despiadadas e inhumanas… tiene sentido, al menos para mí. Cuando uno está muy enamorado las peleas llegan desprovistas de malas intenciones, vienen cargadas de miedo de perder a la otra persona. Ahora lo entiendo.

Los dos últimos años de mi vida (y también los más felices) los he compartido incondicionalmente y en su totalidad con Grace, mi chica, y ella me ha enseñado con mucha paciencia y notable habilidad quién soy yo en realidad. Me ha mostrado mi lado más arrogante, ególatra, despreocupado y torvo, arriesgándose muchas veces a ser el blanco de mi lengua viperina; dudo mucho que exista mayor prueba de amor que el sacrificio consciente.

Admito que cuando discutimos soy yo el que regresa con el son deprecante en busca de remiendo porque ella es bastante terca y definitivamente más fuerte e inteligente que yo, a pesar de tu tamaño y su apariencia, que poco dicen de cómo es realmente.

Soy bastante celoso y estoy enamorado, eso me convierte en un cabrón como pocos, intrigante y rencoroso; pero jamás le hago daño, jamás podría decirle algo hiriente y si llegase a salir de mi boca alguna atrocidad descorazonada ella entendería que no es verdad, entendería que me comporto como un tonto majadero, un chifladito malvado.

Entiendo perfectamente que el peor daño que se le puede hacer a una persona es tratarla con indiferencia, el odio y el amor van de la mano, si hay odio fue porque existió un amor trabado, estorbado o enfermizo; sin embargo, si hay indiferencia jamás hubo sentimiento alguno, jamás existió esa persona para ti, fue como una mala digestión saliendo sin gloria de tu cuerpo para no volver más. El amor que ella siente por mí hace que me entienda y me quiera cuando soy un gaznápiro descuidado o un canalla enrabietado.

Andreu, como todo artista, amaba su libertad, amaba crear, pintar, producir libremente y reproducirse impunemente. Casi siempre encontraba alguien con quién ligar por unos días, hasta que terminaba de conocer a su nueva rapiña y se aburría de ella. Como él era mi amigo, cuando salíamos se permitía llevar chicas diferentes cada vez, diferentes entre ellas y muy diferentes a él. Se veía feliz, como embobado por su nueva conquista pasajera.

Una vez me dijo que ninguna de esas chicas era como la suya, que nunca lo serían, que era muy afortunado; inconfidente le pregunté por qué salía con ellas, si ninguna sería como su chica. Me dijo que así la amaba más porque se ponía de mejor humor para ella.

Yo creo que el ser humano (sin diferencia de género) tiene una cantidad enorme de deseos y vacíos que una sola persona no puede complacer ni llenar, así se esfuerce mucho en hacerlo, siempre habrá algo: una fantasía loca, libidinosa e innecesaria, que con un poco de valor y descaro se pueda consentir en brazos extraños.

Una vez un amigo me dijo, con mucha razón e indiscutible certeza, que era necesario abrirse (en todos los sentidos) a más personas para así encontrar alguien que supla los vacíos que son como huecos en la tierra para que no queden como un monumento a lo perdido. Yo no sé si eso funcionaría conmigo, yo pienso que me generaría otro vacío aún más grande e insufrible, pero acepto que tiene bastante lógica y creo que le funciona a mucha gente. Basta con sentarse en algún café y buscar a una pareja, después de unos minutos uno de los dos echa una mirada pícara y temerosa a algún mozo o cliente que les haya gustado, pasa todo el tiempo.

No podría; sin embargo, ser yo un traficante de corazones y calzones porque soy muy cobarde para buscar nuevas aventuras enredosas y porque soy muy haragán para buscar cómo suplir los vacíos crueles que tengo dentro de mí, además esos vacíos son los responsables (para bien o para mal) de mi retorcida personalidad, que tanto le gusta a mi chica. No existe prueba de amor más grande que el sacrificio consciente.

Mientras tanto, víctima de la distancia, me toca oír las quejas y enterarme de las nuevas alucinaciones provocadas por esa droga insana y malquerida. Mi celular seguirá sonando y las preguntas seguirán invadiendo mi cuarto a las seis de la mañana y cada dos horas hasta las diez de la noche, que es cuando cesan y noto lo mucho que las disfruto y extraño.

Si busco llenar un vacío innecesario es para probar que no puedo (y si puedo, que no quiero), es para probar que me gusta que esté ahí, para probar que soy un idiota del culo y que a pesar de eso mi chica me quiere.