sábado, 9 de enero de 2010

El placer oculto en la soledad

Rara vez salgo a caminar o a trotar (que es más raro aún) por las calles de Lima porque siempre me parece que hay mucha gente y casi toda alborotada, como si necesitaran ir al baño con una urgencia diabólica y contagiosa.

Cuando salgo a caminar siempre es cerca de mi casa en La Molina porque hay menos gente en las calles, la mayoría son señoras octogenarias que van despacito a la parroquia local, siempre saludan alegremente y no se detienen para entrevistarte y aburrirte con las tediosas chácharas reservadas para el té de las vecinas de la cuadra todos los domingos después de la misa del padrecito Rubén (menudo picarón).

Cuando salgo a caminar siempre lo hago solo. El doctor me aseguró que sería una terapia perfecta el caminar solo y pensar, ordenar las ideas, sentirse iluminado y renovado por el aire fresco de la mañana. Es mentira, se trata de una afirmación fraudulenta. Cuando camino solo no quiero pensar, no quiero iluminarme ni cargarme de la positiva energía del ambiente (que nunca es tanta, más si sólo hay especimenes caducos y seniles en derredor) lo único que quiero es no pensar, no ordenar nada, dejarlo como está y olvidarme que tengo que ordenarlo en algún momento. Tratar de ordenar algo en mi mente resulta no menos que una tortura.

Cuando camino en Chiclayo, que también es bastante inusual, lo hago amparado en la frescura de la noche y suelo recorrer distancias más o menos largas, no hay muchas personas en la vía ni muchos autos en la carretera, es perfecto para olvidar quien eres y caminar sintiéndote otra persona, encubrir tu identidad y buscar problemas.

Yo hace tiempo que dejé de buscar problemas, la última vez desperté en el hospital bastante maltrecho, semidesnudo y bajo los espirituosos efectos de algo que debí ingerir antes del conflicto que resultó ser una masacre cruel contra mi persona y la de mi hermano Raúl (aún seguimos buscando el lugar donde lo compramos).

No me gusta caminar acompañado ni en Lima ni en Chiclayo, debe ser porque casi nunca tengo quien me acompañe; pero estar con otra persona convierte mi incursión a lo desconocido con mi identidad desconocida en un predecible, aburrido y molesto viaje en el que debo resignarme no sólo a tratar de no pensar en mí y en mis enredos, sino también en tratar de olvidar a la otra persona que insiste en contarme los suyos.

Claro, siempre existe una excepción para todo. Me gusta caminar con mi chica por varias razones. La primera es que me gusta cómo camina, tan distinguida, elegante y despreocupada. Muy diferente a mi andar descompasado, arrítmico y distraído. Me ayuda a olvidarme de mí, me vuelvo parte de ella y me dejo arrastrar obediente por caminos que desconozco guardando en secreto la esperanza de perderme junto a ella. De perderme para toda la vida.

La segunda es que sabe cómo captar mi atención cuando me distraigo mucho y estoy a punto de arrojarme a las fauces de los peligrosos conductores de coaster. Esos depredadores furtivos. Me ha salvado la vida en innumerables ocasiones.

La tercera es una razón meramente vanidosa y engreída de mi parte. Sencillamente me gusta caminar con ella porque es guapa y uno siempre quiere tener cerca de una mujer guapa (si es divertida mucho mejor) y la última de las razones es que no tengo que esforzarme por ser mejor de lo que realmente soy (o por lo menos más amable, esto no quiere decir que la trate con poca amabilidad o cariño), puedo dejar de lado la figura impostada y mentirosa por la que soy poseído muchas veces y convencerme que estoy con ella y que, en cierto modo, estoy solo; pero no es una soledad molesta ni triste, es una soledad que me da la certeza que ella es parte de mí y yo parte de ella, es una soledad gratificante y feliz.

Yo pienso que las personas le rehuyen a la soledad porque saben que al encontrarse sin nadie más cerca de ellos puede aflorar quien son en realidad, pueden dejar salir todas sus miserias y aberraciones, toda la mierda que llevan dentro de sí y eso les asusta; entonces, presas del miedo, tratan de rodearse de más personas (con el mismo problema) y esforzarse por ser amables y educadísimos para todos y con todos.

Así, su verdadera identidad se confunde con la identidad amable impostora y todo termina siendo una gran falsedad mojada en un sentimiento enfermizo de culpabilidad. Eso hace a la gente infeliz. Rehuir de la soledad por miedo a sí mismos hace a la gente infeliz y, en cierto modo, los convierte en unos pusilánimes. Son infelices porque no viven libres de la carga de su mentira.

No digo que yo viva transparentemente, sería una grotesca invención mía hacerle creer a todos que yo soy transparente y sincero con todos. No lo soy, o por lo menos no siempre. Lo soy cuando camino y finjo ser otra persona. No puedo serlo cuando camino con alguien más. Lo soy cuando camino con mi chica. Lo soy cuando caminando logro olvidar las tares pendientes, las fechas importantes, las obligaciones y la basta lista de rencillas que tengo (que tienen en mi contra, para ser más exacto).

Soy sincero únicamente cuando estoy solo; sin embargo, el estar solo me convierte también en una peor persona, menos amable y educada. Me transforma en quien realmente soy.

Me reconozco como una mala persona y no tengo problemas ni complejos en admitirlo. Me gusta ser una mala persona porque me libera de la carga cruenta que significa mantener una impostura. Mi soledad no me acongoja en lo más mínimo, no me molesta. Disfruto de mi soledad feliz.

He sido una mala persona por mucho tiempo, casi todo el tiempo que llevo como ser humano, lo cual me hace inferir que – lógicamente – siempre he estado tentado a ser más una mala persona que una buena persona. Yo no creo que esto sea una condena a la que he de resignarme, lo entiendo más bien como un mérito sincero que hay que reconocer y aceptar, tratando de cultivar lo que sea que me haga más feliz, aún cuando sean improbidades (perversiones) repudiadas como el egoísmo, la pereza, el libertinaje y el ocio. Todo en pro de una vida más placentera, exenta de preocupaciones y falsedades.

Ciertamente soy más feliz cuando consigo estar solo y caminar solo por calles desiertas de La Molina o Chiclayo. Evidentemente, no puedo probar lo que he dicho y no puedo, tampoco, asegurar que a todas las personas del mundo les pasa lo mismo que a mí; pero tengo el convencimiento ciego y reconfortante que es una verdad probada por mí mismo para mí mismo. Que no hago mal siendo una mala persona y mostrándolo mientras camino por La Fontana, sino que hago bien.

Lo sé ahora que estoy solo y soy sincero, lo sé ahora que disfruto de mi soledad.

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