domingo, 10 de enero de 2010

Fiebre esnob

Son las dos y cincuenta y seis y yo no consigo conciliar el sueño, acabo de llegar de la casa de mi chica después de haber ido a caminar por San Isidro derrochando energía en el Olivar como un niño altamente intoxicado (o sea como en mi pubertad) y de haber cocinado presurosamente y comido no menos aceleradamente para por fin, y luego de una hora y media de viaje, llegar a mi casa y postrarme hasta la tarde de mañana o hasta que mi chica me despierte con una llamada para invitarme a almorzar.

Yo sé que es sábado y que a las personas les gusta divertirse los sábados toda la noche hasta perder el conocimiento, está bien que lo hagan, siempre es bueno disfrutar del día y luego perder el conocimiento para despertar despejados y felices; no me parece mala idea.

Pero habiendo tantos lugares en Lima para divertirse y doparse hasta más no poder por la más mínima cuota de pago ¿Por qué cojones hacerlo en La Molina? donde no hay nada interesante y las octogenarias vecinas podrían morir del susto si se les despierta tan bruscamente en la madrugada.

Entiendo que busquen privacidad, pero también hay en Lima una diversa cantidad de hoteles y hostales donde pueden encontrarla lejos de mi casa y de mis vecinas achaquientas. Si los escolares pueden congregar tremendas orgías en horario de clase y nadie les dice nada, ¿qué les hace pensar que será mala idea intentar?

Acostumbro a mandar a lavar mi ropa (porque soy muy holgazán para hacerlo yo mismo) los sábados, pero dado que este sábado era especial porque llegaba de viaje mi chica después de haber departido, seguramente, tiempo de calidad con su mamá y yo no quería desperdiciar el preciado tiempo que me restaba del día luego de levantarme de la cama a las dos de la tarde, lo olvidé por completo.

Acostumbro también bañarme antes de dormir, más aún luego de haber caminado por mucho tiempo y de haberme expuesto a las destemplanzas climáticas de Lima la loca (y fea) y antes de bañarme reviso (por lo menos los sábados) la ropa recién lavada para escoger con qué buzo, short, bóxer (o calzoncillo) pasaré la noche. Oh, mierda. No hay ropa limpia. Me refrendo duramente por ser tan despistado e idiota, rebusco desesperado algo que pudiera ser útil hasta que encontré un buzo azul presentable y limpio, o al menos más limpio que el resto de cosas, y orgulloso por mi proeza me lo pongo contento, olvidando el porqué estaba limpio, o abandonado.

Nunca he entendido la razón por la cual los buzos tienen una malla interior, cuando compró alguno (casi nunca) lo despojo de esa pieza inservible e incómoda, pero dado que este buzo sin la malla sería no menos que un pedazo de franela semitransparente, entiendo el porqué no se lo quité.

Dadas las deplorables circunstancias no me quejo y me convenzo que debo dormir rápido para evitar sentir el apretón genital que significa usar ese buzo azul olvidado; rápidamente trepo a mi cama, pongo un poco de paz en la zona de guerra y cierro los ojos para por fin descansar después de tan agotador día.
Doy vueltas como loco, no puedo ignorar la tortura maligna que me escarmienta por olvidar mandar a lavar la ropa, o por usar tanta en tan poco tiempo y ponerla tan mugrienta. A penas y puedo dormitar con la angustia de que despertaré castrado y mi chica ya no me querrá, cuando los oí llegar en un estrepitoso y descarado Yaris rojo bastante putón.

No les prestaba mucha importancia porque tenía asuntos de urgencia en los cuales abstraerme, pensaba que se irían, pero no. Estacionaron justo en frente de mi casa. De tantas cuadras, de tantas casas con ancianos reumáticos, de tantos parques de La Molina, de tantos distritos tuvieron que venir a parar impunemente a mi casa.

Espié un poco por el balcón, son dos hombres y cuatro mujeres (vivir la vida con B grande) y están bebiendo cervezas y fumando cigarrillos mientras oyen en la radio las, seguramente, novísimas canciones de reggaetón y cumbia. Se la pasan de lo mejor, cada chico abrazando a dos (algo ebrias) chicas danzantes y felices. Los miro por un rato esperando inútilmente que algún vecino salga armado y arme tremendo culebrón para olvidar el dolor urogenital que me aqueja por culpa de mi descuido.

Fumo un cigarrillo Lucky, de los Black Series. Interesante idea esta de reducir el tamaño de los cigarrillos y aumentar el precio, está probado que las grandes industrias creen que somos idiotas (y lo somos, por lo menos yo que los compro) y no tienen reparo en ocultarlo.

No se van, más bien sacan de la maletera del auto una infinidad de botellas de vidrio, seguramente con alcohol lo suficientemente potente para darles a los muchachotes una bonita y romántica velada con sus compañeras (o sus cuerpos inertes) que parecen haber nadado en una placenta llena de alcohol por la manera cómo soportan estoicas. Yo soy pollo y con dos copitas hago escándalos, me sorprendo y avergüenzo en silencio.

Cabreado por no poder dormir tranquilo arrojo un zapato mientras grito improperios desde el balcón esperando que si nos los ahuyenta el golpe y la hostilidad, los ahuyente el olor no muy deleitable y sobrecogedor. Veo que uno de los muchachos, el más flaco, busca en derredor pero no me encuentra porque está tan borracho que no puede ni siquiera darse la vuelta, luego el otro chico les enseña el zapato de cuero que uso con ternos a las muchachas y todos ríen y siguen en su carnaval desfachatado usando insolentemente mi zapato para botar la ceniza y la espuma de la cerveza que queda.

Estoy al borde de una ataque de locura, han ganado una batalla, pero no conseguirán la victoria. Busco en la refrigeradora (que funciona mejor que las páginas amarillas) el número telefónico de los serenos de La Molina. Ellos me ajusticiarán, digo convencido. Llamo insistentemente pero nadie parece dispuesto a rescatar mi paz, me ofrecen enviar una patrulla y me advierten que deje de llamar. Vuelvo al balcón, enciendo otro cigarrillo estafador y espero pacientemente. A los veinte minutos veo aproximarse a la cuadra una moto lineal con la insignificante humanidad de un sereno medio dormido.

Envalentonado se acerca al auto y a sus dueños, que a estas alturas creen que el Yaris es un Lamborgini del año y que son magnates rusos con mucho poder, y no me sorprende porque hasta mi balcón llega el sobrecogedor y prohibido aroma de un porrito consumiéndose. El sujeto gordo y velludo que tiene entre sus dedos el porrito habla con el justiciero pigmeo, agachándose, naturalmente y después de dos o tres pitadas mi don quijote limeño es convencido y se retira feliz y más despierto que cuando llegó.

Suena cada vez más alto el: Kuriquitaca ti, Kuriquitaca ta o como quiera que se escriba y las chicas se menean como poseídas por Lucifer. Es un espectáculo interesante y me quedaría a verlo, pero estoy bastante cansado y sólo pienso en dormir.

Las muchachas cantan con voz quebrada y dejada, notoriamente ebrias, un arrastrado: Yo no sé mañana… Yo no sé mañana. Entiendo perfectamente, yo tampoco sé si después de ingerir esa mixtura de tóxicos existirá un mañana para esas chicas. Y si existe, yo no sé si será muy prometedor después de esa noche llena de azotes y bailes cachondos con frotaditas atrevidas y sandungueo. Quizá sea su último día de solteras (o de menstruantes) antes de mañana.

Yo no sé si mañana seguiré teniendo colgajo.

Resignado y derrotado, voy a la cocina, me sirvo un poco de jugo de manzana del cartón y me tomo tres pastillas para olvidar la fiebre esnob (snob para los exquisitos) que se vive afuera de mi casa, frente a mi cuarto; para olvidar los modales improbables de los dueños de un Lamborgini de lujo y de su refinadísima manera de tratar a las damas. De paso olvidar también que tengo cojones y rezar para que mañana sigan ahí, intactos.

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