Solía gustarme Lima, la extrañaba cuando estaba en Chiclayo; solía extrañar a mi chica, mis amigos y algunos profesores. Solía querer a Lima.
Puestos a elegir, preferiría no vivir ni en Lima ni en Chiclayo, pero eso sería imposible. Puestos a elegir, también, preferiría no tener amigos (o por lo menos no como muchos de los que tengo ahora) pero sé que eso tampoco es posible, lo cual es un poco decepcionante e inquietante.
Es inevitable que extrañe Lima cuando estoy en Chiclayo, y es igual de inevitable que extrañe Chiclayo cuando estoy en Lima. Esto se debe, principalmente, a que tanto en Lima como en Chiclayo tengo repartidas a las personas que considero más importantes; así que, cuando extraño a alguna voy por ella rápidamente. Ellos son mi cuidad, mi nacionalidad, a ellos retorno cuando estoy exhausto y necesito aliento, por eso no puedo estar lejos.
Los horarios universitarios me confinan a pasar las fiestas patrias y la Navidad en Chiclayo y el resto de tiempo en Lima (que siempre me parece más corto) así que, derrotado, sé que tengo que viajar en vísperas de Navidad y tratar de no aburrirme el resto del tiempo que me quede y no esté con mi familia, y tratar que ellos no se aburran conmigo el tiempo que pasemos juntos, que dicho sea de paso es una tarea abrumadora y rara vez la realizo exitosamente.
Por cuestiones de salud, cuando me enteré que mi hígado comenzaba a aburrirse de mí, dejé de beber; a pesar que, valgan verdades, jamás fui un aficionado de los licores ni de las cervezas, aún me siguen pareciendo todas iguales. Lastimosamente, no puedo decir lo mismo de las píldoras, mi hígado no comparte ese gusto.
Sin embargo, como siempre sucede, uno nunca se toma muy en serio estas cosas; la vida es corta de todas formas, por mucho que te quede, es una miseria si pensamos que hay vida hace millones de años; así que, años más, años menos. No soy muy adepto a las fiestas o reuniones sociales, les rehúyo porque uno nunca gana nada valioso y sin embargo siempre se pierde dinero y algo de tiempo, por decir menos; prefiero tomar un café con mi chica o con mis amigos o en el peor (o mejor) de los casos, no hablarles ni oírlos y escribir a solas. Pero hice una excepción obligatoria cuando me enteré del cumpleaños de un amigo y decidí ir y saludarlo, estuve poco tiempo y vi a mucha gente, muchas personas que conocía y que no conocía, sintiendo lógicamente más alegría al reconocer amigos que no veía hace bastante tiempo (aunque no a todos y no tanta).
Al principio la estaba pasando muy bien; más tarde, evidentemente, las personas que habían tomado considerablemente más que yo comenzaban a portarse como los mequetrefes que eran realmente. Los borrachos y los niños no mienten. Averigüé que algunos de los que decían que me querían ya no me quieren (hace tiempo que debí sospechar que era una impostura) y que los que se decían mis amigos no lo eran, nunca lo fueron. A decir verdad, no me molesta en lo más mínimo, casi todos podrían pensar lo mismo de mí y no a pocos les faltaría razón.
Y así como así, luego de muchos años y muchas personas, me entró una alergia a Chiclayo, una alergia crónica de la que espero no recuperarme, por el bien de todos (a decir verdad, porque me gustaría). No quiero volver a fingir. El histrionismo es lo mío, pero no hay que abusar de la ingenuidad de las personas, aunque sea tremendamente divertido, luego se vuelve peligroso.
A pesar de todo, he descubierto otra cosa interesante. Yo quiero a los pocos amigos que me van quedando, no puedo evitarlo; inclusive, aunque sean más de los que realmente quisiera tener, no puedo (y no quiero) perder su afecto, que a veces tanta falta me hace. Pero, al mismo tiempo, no quiero tenerlos cerca porque su presencia me es a veces incómoda y enredosa, me trae el recuerdo afiebrado de un “yo” falso, odioso, que intento reprimir constantemente y que siempre me gana la batalla por abolición.
Yo quiero a mis amigos de Chiclayo, a los que me quieren, porque hay algunos (o por lo menos uno) que sé que me quieren y que yo también los quiero, pero que no quiero ver. Sólo saber que están ahí, que existen, que les va bien y nada más. Disfruto más leyéndolos o mirándolos en fotografías del Facebook o del my space. Ahí, quietos e inofensivos, sin tediosas chácharas, sin explicaciones largas acerca de la universidad (es lógico que evite esto) y de Lima, Piura o Chiclayo.
Pensé que pasaría más tiempo en Chiclayo, pensé que aguantaría más la tortuosa e inhumana molestia que me genera estar lejos de Lima (y por ende, de todo lo que está allá) pero no pude. Ahora huyo despavorido, voy corriendo a buscar mi cuidad y a mi chica, aunque es probable que sólo la encuentre a ella en un país extranjero, alborotado, agreste y salvaje.
Ahora mismo voy a buscar un pasaje y abordaré de inmediato. Me alejaré, de nuevo, y esta vez por un largo tiempo de “Chiclayo: ciudad de la amistad” y volveré a “Lima: la fea” para estar tranquilo por pocos días, antes que decida a dónde iré.